En el prólogo a la antología que él mismo hizo de los cuentos de Chéjov (Cuentos imprescindibles, 2000), Richard Ford rememora la lectura un poco intimidada y bastante despistada que a los veinte años hizo del escritor ruso. Sabía que Chéjov era considerado unánimemente un gran narrador, pero desconocía las razones de su prestigio e importancia. Nadie le había dicho “por qué debía leerlo”. De ahí, seguramente, la perplejidad que aquella primera lectura le ocasionó, pues no había nada muy impactante en aquellos relatos en los que lo que predominaba -dice Ford- era “una luz gris”.

Con motivo de releerlos muchos años después, concluía Ford que “pese a su aparente sencillez, su engañosa accesibilidad”, los cuentos de Chéjov le parecían “relativamente impenetrables para los jóvenes corrientes”. Y añadía: “En realidad, Chéjov me parece un escritor para adultos, un escritor cuya obra llega a ser provechosa, y también espléndida, cuando consigue dirigir la atención hacia sentimientos maduros, hacia complicadas reacciones humanas y casi imperceptibles alternativas morales en dilemas mayores cualquier parte de las cuales, si las encontráramos en nuestra compleja y precipitada vida con los demás, pasaría inadvertida incluso a la observación más sutil.”

Alguna vez, desde este mismo lugar, he discurrido sobre “las edades del lector”, explayándome sobre la tan distinta predisposición y receptividad que uno mismo tiene hacia un texto según el grado de experiencia adquirido en el transcurso de los años, no sólo como lector sino, más ampliamente, también como persona. “Es ridículo pensar -decía yo- que un anciano pueda leer de la misma manera que una persona madura o una joven. Que pueda sentirse concernido por las mismas inquietudes, por las mismas verdades, con independencia de qué profundas o intensas sean.”

También desde este mismo lugar, he reflexionado acerca de la edad de los críticos, sobre las eventuales dificultades que éstos pueden tener para aceptar -y juzgar- textos escritos por autores de los que les separa una importante franja de edad, autores cuyo marco de referencias y cuyos códigos les resultan a menudo extraños, cuando no se les escapan del todo. Y cómo esas dificultades se proyectan sobre su capacidad para conectar con los lectores de otras generaciones.

Puede que el crítico interpele siempre a sus propios coetáneos, que esa sea su obligación, su coartada y su condena

Admito las incertidumbres que me asaltan cuando me propongo tratar esta cuestión, la de las “las edades del crítico”. Pues entiendo que, cualquiera sea la persona verbal que emplee, el crítico que se precia de tal no habla estrictamente desde el yo (decía Barthes que el crítico es “un afásico del yo”) sino que construye una voz hasta cierto punto impersonal, que confronta los logros de la obra considerada con un criterio que estima compartido, o al menos compartible. El crítico representa idealmente a una comunidad de lectores. De hecho, el buen crítico es el que contribuye a construir esa comunidad. Y no lo hace, en principio, desde posiciones generacionales, sino más bien ideológicas, dicho en un amplio sentido que comprende, desde luego, la dimensión estética, cualquiera cosa que eso sea.

Ahora bien, la fractura generacional que sin cesar ahondan las actuales condiciones de vida y la velocidad de las transformaciones tecnológicas hace cada vez más incomunicables las perspectivas de cada edad, obtura los cauces de la transmisión y de la herencia, acelera la obsolescencia de las sucesivas fraseologías y sentimentalidades: de los criterios mismos. En estas condiciones, la supuesta representatividad del crítico reduce cada vez más su radio y tiende a enquistarse en su propia franja generacional, reflejando su correspondiente cuota de poder.

Por lo demás, puede que al crítico le sea en cualquier caso imposible sustraerse a las repercusiones que su propia edad tiene en el modo en que lee. Puede que, del mismo modo que al joven crítico le cuesta hacer comprensibles las señales que emergen de una sensibilidad emergente, sujeta a nuevos parámetros, el crítico maduro no encuentre, por mucho que se esfuerce, la forma de atraer la atención de un joven lector hacia -pongamos por caso- esos “sentimientos maduros”, esas “complicadas reacciones humanas y casi imperceptibles alternativas morales” a las que Ford se refiere al hablar de Chéjov. Puede entonces que sí, que el crítico interpele siempre a sus propios coetáneos, que esa sea su obligación, su coartada y su condena.