Trabajando en una esmerada edición de La Gaviota, de Fernán Caballero (la que ha preparado Eva Florensa para la Biblioteca Clásica de la RAE), me entero de dos cosas que no me resisto a compartir con

ustedes.

Verán. Ocurre que la que pasa por ser una de las primeras novelas contemporáneas españolas, paradigma de un programático costumbrismo de carácter tradicionalista, fue escrita originalmente en francés. La primera edición de La Gaviota, publicada en 1849 en El Heraldo de Madrid, se dio en traducción al español de quien era entonces director del diario, José Joaquín Mira, amigo de la escritora. Ésta la revisó en profundidad años más tarde, en 1856 (con la ayuda de otro amigo suyo: Fermín de la Puente), deshaciendo no pocos malentendidos, y aún volvió a revisarla de nuevo en 1861.

Por decirlo de una manera escandalosa: la novela que -transcurridos dos siglos desde la publicación de Estebanillo González (1646)- jalona el resurgimiento del género en España, abonando el terreno para su lento desarrollo, es una mejorable traducción de un texto original francés escrito por una autora de origen alemán (nacida, de hecho, en Suiza) que, para colmo, empleaba un seudónimo masculino.

No me nieguen que la cosa -así formulada, al menos- no da pie a toda clase de ironías. Tanto más si se considera que doña Cecilia Böhl de Faber (identidad real de Fernán Caballero) fue la más destacada de toda una pléyade de mujeres escritoras que fomentaron un modelo de feminidad conforme con el patrón que brindaba una ideología ultraconservadora, de sesgo nacional-católico.

Pero no es cuestión de extenderse ahora en este asunto, tan apasionante como espinoso. El segundo dato que me apresuro a compartir es el relativo al texto original de La Gaviota, propiedad -al menos hasta hace poco- de un descendiente de la autora.

La que pasa por ser una de las primeras novelas contemporáneas españolas, La Gaviota, es en realidad una mejorable traducción de un texto francés escrito por una autora de origen alemán

Escribo esto sin haber conseguido actualizar esta última información, que me sirve de todos modos para hilvanar la reflexión que me propongo plantear, relativa a la propiedad de documentos que se estiman de interés público, como lo es sin duda el manuscrito original de una novela que forma parte del canon literario español. Dejo a un lado los documentos correspondientes a autores cuyos derechos de propiedad intelectual permanecen aún vigentes. Me centro aquí en los que se hallan libres de estos derechos y en consecuencia no pueden devengar beneficios a sus herederos o propietarios, como es el caso al que me vengo refiriendo.

En su momento, los propietarios del manuscrito francés de La Gaviota denegaron su consulta a estudiosos que la solicitaron. Ignoro si esta situación se prolonga en la actualidad, pues, hasta donde sé, el Ayuntamiento del Puerto de Santa María presionaba tiempo atrás para hacerse depositario del manuscrito. Lo mismo ese veto al que aludo ya se ha levantado. Me da igual. Lo que vengo a preguntarme es en nombre de qué un particular puede obstruir, llegado el caso, investigaciones de interés público por el simple hecho de ser propietario de un documento cuya consulta no merma ni su patrimonio ni su reputación, y sí en cambio puede contribuir a esclarecer aspectos relevantes para el buen conocimiento de una obra o de un determinado episodio histórico.

Consulto a un abogado experto en derechos de propiedad intelectual y me entero de que la ley española reconoce, al parecer, el derecho de un autor y de sus sucesores a vetar el acceso al ejemplar único de una determinada obra (como es el caso del manuscrito de La Gaviota). Para obviar este veto, se precisa que un órgano competente declare el ejemplar en cuestión como bien de interés cultural, en cuyo caso su propietario tiene el deber de dejar acceso a la obra para su estudio. Pero hasta que eso ocurra el procedimiento puede ser largo y penoso, sobre todo si surge de una iniciativa individual, enfrentada a la exigencia de persuadir a las administraciones.

Asumo que no es tarea sencilla la permanente actualización del catálogo oficial de bienes de interés cultural. Pero, entretanto, ¿cómo dirimir el eventual conflicto entre el antojo de un propietario y los intereses de un estudioso? ¿Y cuántas vías de investigación no se verán obstruidas por el celo arbitrario de un particular?