El pasado 28 de agosto, con motivo de habérsele concedido el León de Oro de la Mostra de Venecia 2019 por el conjunto de su trayectoria, Pedro Almodóvar hizo unas sonadas declaraciones que tuvieron amplísima resonancia en los medios de comunicación españoles.

Paso por alto la cursilería desplegada para la ocasión por la prensa cultural tanto de Italia como de España, pródiga en titulares del tipo “Pedro Almodóvar ruge en Venecia”, “El león herido Almodóvar recoge en Venecia…”, etc. Algún día habrá que ocuparse de esa licencia para la cursilería que al parecer tiene la prensa cultural, por otra parte tanto o más aficionada que la deportiva a la fraseología bélica. Hace ya mucho, por ejemplo, que, cuando se expone, pongamos que en Madrid, la obra de un artista consagrado, las secciones de Cultura tienden a dar la noticia con titulares como: “Madrid se rinde a Fulano”, o “El genio de Fulano conquista Madrid”, y cosas así. Al parecer, titular simplemente que Fulano expone en Madrid sabe a poco.

Pero venía a comentar las declaraciones de Almodóvar al recibir su León de Oro, en particular esa en la que, para acreditarse él mismo como merecedor del galardón obtenido, afirmaba: “Mi cine es producto de la democracia española y mis películas la demostración de que era real”. Algo me crujió cuando leí esta frase, que –más allá de la soberbia que exuda– me sugiere cosas muy distintas, me temo, a las que la inspiraron.

¿Qué hay en el cine de Almodóvar que pueda tomarse por “demostración” de que “la democracia española era real”? De sus propias declaraciones se desprenden dos respuestas: la diversidad, más o menos excéntrica, de los personajes retratados, y la permisividad para abordarlos, dado que no pocos de ellos se conducen conforme a códigos morales y/o sexuales que en otro tiempo hubieran resultado punibles o escandalosos.

Almodóvar modula su concepto de democracia conforme al patrón que consagró la llamada Cultura de la Transición: libertades formales –sobre todo en el ámbito de la esfera privada– a cambio de relegar a un segundo plano las tensiones de orden social, siempre bajo el señuelo de acceder a una glamurosa modernidad entendida como categoría a la vez estética y comercial.

¿Que hay en el cine de Almodóvar que pueda tomarse por "Demostración" de que "La democracia Española era real"?

El rasero democrático lo establecería la variedad, es decir, el mercado, incluso en el orden ideológico. A la pregunta de si España es hoy menos “moderna” que hace tres décadas, Almodóvar respondía: “Hay una España contemporánea que tiene de todo, incluso un partido de extrema derecha”; como quien presume de que, además de bonitas playas, también tenemos rascacielos y chabolas. ¡De todo! Desde este punto de vista sí cabe afirmar que, en efecto, el cine de Almodóvar es un producto paradigmático de la democracia española. Lo corroboran el creciente aggiornamento de sus películas, la representación folclórica de las clases humildes, los condescendientes coqueteos con una muy estilizada noción de arte popular, o más bien castizo. Por no referirse aquí a la confusión entre narcisismo y sinceridad.

“Lo más importante que ocurrió en la Movida y en el pueblo español era haber perdido el miedo, y la libertad extraordinaria de la que gozábamos.”

¿Extraordinaria?

La trayectoria de Almodóvar ilustra mejor que ninguna otra la domesticación de cierta contracultura operada principalmente por los dirigentes del socialismo rampante (los mismos que asimilaron cultura y fiesta). Ellos convirtieron su cine –lujo, kitsch, descaro, tragicomedia, españolez, sentimentalidad, costumbrismo pop, transgresión light, profundidad horizontal– en exportable disfraz de una modernidad de escaparate a la que por momentos pareció conformarse el proyecto democrático. Si algo demuestra ese cine es precisamente la tendenciosa identificación de las libertades democráticas con esa superficial idea de modernidad. En este sentido, la España que refleja no dista tanto de la que pocos años antes exhibía el cine de la llamada “apertura”, ¿se acuerdan? En eso pensaría Sánchez Ferlosio, seguramente, cuando pronosticaba que, pasados los años “no se percibirán diferencias entre el cine de Pedro Almodóvar y el de Alfredo Landa”. A lo mejor se le fue la mano con la comparación, al fin y al cabo no era dado a las sutilezas del “séptimo arte”. Pero quien se lo proponga bien puede entender lo que quería decir.