Cuando desperté, el dinosaurio ya estaba allí.

Tan pronto comencé a leer con algún discernimiento (hacia finales de los 70, pongamos), los libros de Anagrama empezaron a poblar los escasos anaqueles de mi biblioteca. Los primeros fueron los viejos, escuálidos y heroicos Cuadernos, con temas de lingüística, de antropología, de sociología, de política. Más adelante, ya entrados los 80, la colección Panorama de Narrativas iría amarilleando esos mismos anaqueles y para mí, como para muchos lectores de mi misma franja generacional –y otras–, supondría la más frecuentada vía de acceso a la más concerniente narrativa europea y norteamericana.

A mediados de esa década trabajaba yo como redactor de Diagonal, una de tantas revistas de la época que –como dice Julià Guillamón en La ciudad interrumpida– “imitaba descaradamente el Interview de Andy Warhol”, adaptando sus contenidos “a la ‘gente guapa’ de Madrid y Barcelona”. Allí me fogueé como reseñista y reportero cultural, y la segunda entrevista que hice en mi vida, después de una a Carlos Barral, fue a Jorge Herralde, que –genio y figura– aprovechó mi bisoñez para instruirme concienzudamente sobre su catálogo, sin perder las pocas ocasiones que le di de lucir su ironía característica.

Poco después me introduje en el mundo editorial y comencé a trabajar en Tusquets Editores. Por entonces, Anagrama y Tusquets, tras haber reorientado con fortuna sus rumbos, competían deportivamente por un mismo público lector –el de la flamante socialdemocracia cultural– ávido de ponerse al día de las nuevas tendencias literarias. Observé bastante de cerca, pues, la acelerada expansión de un catálogo –me refiero al de Anagrama– que terminó por imponer su hegemonía y su ascendente no sólo en el ámbito de la narrativa traducida, sino también, de manera tanto o más incisiva, en el de la narrativa española.

No es solo la solidez del criterio de Herralde, sino también el apasionamiento y la convicción con que ha asumido la empresa editorial lo que ha hecho de Anagrama un sello irrepetible



Pues si bien la llamada Nueva Narrativa (etiqueta poco menos que inservible para caracterizar otra cosa que no sea el exitoso proceso de construcción de un nuevo tejido editorial y de un nuevo marco de relación entre el escritor español y su público) se coció desde muy comienzos de los 80 en múltiples sellos editoriales, fue la colección Narrativas Hispánicas, con el Premio Herralde como catalizador, la que más terminó por identificarse con aquel fenómeno, y la que más acertó a promoverlo y a usufructuar sus réditos. Basta revisar la lista de títulos de esa colección para constatarlo.

Ya en los 90, en la resaca de la Nueva Narrativa, emergieron en esa colección algunas de las voces más consistentes y valederas de la narrativa española actual, y en un territorio cada vez más reñido consiguió Anagrama prolongar su hegemonía sin sucumbir apenas a la moda espuria de la Joven Narrativa, penoso amago comercial de reeditar lo que alguien llamó “la pleamar de los 80”.

A finales de los 90, en un panorama editorial enormemente transformado, un nuevo y bien calculado movimiento estratégico, secundado por el impacto enorme de Roberto Bolaño, hizo de Anagrama un sello clave en la lenta y aún incompleta configuración de un nuevo mapa literario en lengua castellana.

Para entonces yo venía fungiendo regularmente como reseñista, y Jorge Herralde –con quien nunca he dejado de mantener una relación amistosa, inmune a eventuales desacuerdos– se había instituido para mí –como para tantos– en el Editor por antonomasia, en el sentido muy específico en que Constantino Bértolo señala a esta figura –la del Editor– como aquella con la que indirectamente el crítico debate públicamente la idoneidad de sus propuestas. “El crítico –escribe Bértolo– analiza y valora esas propuestas, y por tanto su trabajo le sitúa entre la edición y los lectores. La práctica es engañosa y

tiende a hacernos pensar que los críticos hablan de escritores cuando en realidad están hablando de propuestas editoriales.”

Desde este punto de vista, Herralde ha sido un interlocutor siempre respetuoso, vigilante y dispuesto a la réplica. No es solo la solidez de su criterio editorial, sino también –y antes que eso– el apasionamiento, la convicción y la perseverancia con que ha asumido la empresa editorial en su más amplia dimensión –también política– lo que ha hecho de Anagrama un sello de referencia, en muchos sentido único y, desdichadamente, irrepetible.

Esta semana la editorial celebra su medio siglo. Felicitaciones.