Hace ya mucho (¡más de cinco años!) traje a colación, en este mismo lugar, una pregunta que llamó poderosamente mi atención cuando la leí por primera vez. Se la hace Paul Valéry en una anotación de sus cuadernos. La vuelvo a copiar: “Si la literatura no hubiese existido hasta ahora, ni los versos, ¿los habría inventado yo? ¿Los hubiera inventado nuestro tiempo?”.
Me sorprendió leer una respuesta explícita a esta pregunta por parte de Ricardo Piglia, nada menos. La encontré días atrás en las páginas de uno de los últimos libros que publicó en vida: Las tres vanguardias (Eterna Cadencia, 2016), donde reúne las once clases del primer seminario que impartió en la Universidad de Buenos Aires, en 1990, en un aula abarrotada, rodeado de una enorme expectación. Las tres vanguardias es un libro extraordinario, dedicado en buena parte a tres grandes narradores argentinos: Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh. El análisis de sus obras va precedido de cuatro formidables lecciones en las que discurre, entre otras cuestiones, sobre el problema de la vanguardia, sobre la relación entre ésta y la novela, sobre las diferencias entre novela y narración, sobre la tradición y la traducción, sobre la literatura mundial y la literatura nacional.
En una de estas lecciones preliminares dice Piglia: “Yo he dicho, a veces en broma, que si nuestra sociedad no hubiera encontrado la literatura ya hecha, no la hubiera inventado; difícilmente hubiera inventado una práctica tan solitaria, tan contraria a la lógica rápida de la sociedad, de un individuo que en su casa escribe unos textos que nadie le pide y que nunca se sabe qué valor tienen o, en todo caso, qué precio tienen. Así que tenemos la suerte de que la literatura ya había sido inventada y, por lo tanto, lo que hacemos ahora es reformularla y volver a pensarla”.
Benjamin defiende que lo característico de las más grandes inteligencias se su tiempo "es no hacerse la menor ilusión sobre la época y, sin embargo, tomar partido a su favor"
Piglia suelta esto al hilo de una reflexión sobre la influencia de los cambios tecnológicos en la literatura, más concretamente en la novela. Según él, la vanguardia se inserta en las mutaciones, los desvíos y las herencias malogradas que determinan la historia literaria. La pregunta que la vanguardia se haría no sería la de qué es la literatura, sino la de qué será la literatura. Una pregunta cuya respuesta pasa tanto por las relaciones de fuerza que en cada momento operan en la sociedad como por las condiciones tecnológicas que las determinan.
Piglia recuerda a Yuri Tiniánov, el formalista ruso, y de qué modo toma éste de Darwin el concepto evolución para comparar la historia de la literatura a la lucha de las especies por sobrevivir y perdurar. Como ellas, “las formas, los géneros, los procedimientos literarios luchan, se reproducen y mueren”.
Si aceptamos este marco, puede que llevemos décadas asistiendo al final no tanto de ningún género o procedimiento determinado como del ecosistema entero en que surgió lo que aún seguimos entendiendo por literatura.
Se lo planteaba así Walter Benjamin en un texto célebre al que Piglia remite en más de una ocasión. Me refiero a “El autor como productor”, conferencia leída por Benjamin en 1934. En ella dice que “estamos dentro y en medio de un vigoroso proceso de refundición de las formas literarias, un proceso en que muchas contraposiciones, en las cuales estábamos habituados a pensar, pudieran perder capacidad de impacto”.
Obvio aquí el apasionante escrutinio que Benjamin hace de esta situación. Me limito ahora a subrayar la actitud en absoluto elegíaca con que la contempla. En otro texto de la época, “Experiencia y pobreza” (1933), defiende que lo característico de las más grandes inteligencias de su tiempo “es no hacerse la menor ilusión sobre la época y, sin embargo, tomar partido sin reticencias a su favor”.
Benjamin admite sin tapujos el retroceso espiritual que se viene produciendo, el empobrecimiento generalizado de la experiencia, y observa cómo, “en sus edificios, en sus cuadros y en sus historias la humanidad se prepara a sobrevivir, incluso, a la cultura”.
El nuevo artista, el nuevo intelectual, dice, para escándalo de tantos, trabaja para introducir “un concepto nuevo, positivo, de barbarie”.
“Y, lo que es más importante –añade–, lo hace riéndose.”
Es esa risa la que tendríamos que aprender.