Círculo de Lectores
A comienzos de los 90, a través del fotógrafo, diseñador y tipógrafo alemán Norbert Denkel, conocí a Hans Meinke y comencé a colaborar con él de manera muy estrecha, siempre como editor freelance. Por entonces, Meinke llevaba ya una década al frente de Círculo de Lectores, que bajo su dirección se había convertido en un club de libro insólitamente exitoso, cuyas fórmulas observaban con intriga y admiración los responsables de los clubs de todo el mundo.
En un país con unos índices muy bajos de lectura, Círculo de Lectores llegó a rondar la cifra alucinante de un millón y medio de socios, cifra que a ciertos efectos debería multiplicarse al menos por tres, si se considera que cada socio solía representar una unidad familiar que reunía a varios lectores potenciales. La revista bimestral del Círculo de Lectores llegaba a más de un millón de hogares españoles, de lo que cabe deducir la capacidad de incidencia que tenía.
Aupado al éxito de su gestión, Meinke emprendió una radical renovación de la imagen y de los contenidos convencionales de la oferta del club, que apuntaba a captar en su red no solamente a los lectores más o menos necesitados de orientación o simplemente de acceso a los libros, sino también a lectores exigentes, interesados en libros y colecciones selectas, en ediciones realizadas con estándares de calidad muy superiores a los comunes.
Dejar languidecer una red social de más de un millón de compradores con un historial como el de Círculo de Lectores me parecerá siempre, por parte de quienes pudieron evitarlo, un penoso despilfarro
Con Norbert Denkel, Meinke no sólo elevó el nivel del club en todos los aspectos, también empezó a desarrollar proyectos singulares, en colaboración asidua con artistas como Antonio Saura y Eduardo Arroyo, con estudiosos como Julio Caro Baroja, Fernando Lázaro Carreter o Pedro Laín Entralgo, con escritores como Rafael Alberti, Octavio Paz, Camilo José Cela, Mario Vargas Llosa o Juan Goytisolo. Además de autores como los mencionados, también políticos como Adolfo Suárez o Mijaíl Gorbachov, personalidades como Daniel Baremboim o Günther Grass, establecieron relaciones particulares con el club. Los libros de Círculo empezaron a acaparar premios en los certámenes de los libros mejor editados en el mundo. Las sedes de Círculo en Madrid y en Barcelona organizaron debates, ciclos de conferencias y presentaciones que atraían a un público numeroso, y el club mismo empezó a fungir como editorial que con su actividad aspiraba a rellenar huecos clamorosos en el ámbito de la edición española, como determinadas bibliotecas de autor, determinados rescates, o la creación de una línea de obras completas a la altura de las más acreditas en Europa. Así fue hasta el extremo de, por demanda de los propios libreros, verse en la necesidad de impulsar un sello para la distribución y venta convencional: Galaxia Gutenberg, que posteriormente, y después de su etapa como director del club (ya jubilado Meinke), heredaría y reimpulsaría Joan Tarrida.
Todo esto ocurría hace apenas veinte años. En la actualidad, la prodigiosa actividad del Círculo en los 90 parece el canto de cisne de toda una cultura editorial a todas luces irrepetible. También el canto de cisne de un modelo de estructura comercial, el club del libro, que con demasiada precipitación se dio por finiquitado, atendiendo a cambios sin duda importantes tanto en los hábitos de la ciudadanía como en los circuitos de distribución del libro. Desde mi punto de vista, a este modelo le quedaba todavía un largo recorrido, tanto más si se hubieran empleado la imaginación y los recursos necesarios para adaptarlo a las nuevas circunstancias.
Dejar languidecer una red social de más de un millón de compradores con un historial como el del Círculo de Lectores me parecerá siempre, por parte de quienes pudieron evitarlo (empezando por los responsables de Bertelsmann), un penoso despilfarro, y no pienso sólo en términos económicos –de los que poco alcanzo– sino en cuanto suponía el club como instancia articuladora de una amplia franja de lectores, de un “público” propiamente dicho, que permanece hoy sustancialmente descriteriado a la hora de sus elecciones, o peor aún: expuesto más crudamente a la influencia de las modas y de la publicidad.
En todo caso, los prolongados años de mi colaboración con el club fueron para mí la mejor escuela deseable como editor, casi una utopía cumplida, en la que me siento muy agradecido de haber participado.