La tarde del pasado domingo 29 de diciembre falleció en Santiago de Chile, a los 85 años de edad, el escritor Germán Marín. Cuando me dispongo a escribir estás líneas ignoro aún si la noticia tendrá resonancia en la prensa española. Me permito sospechar que poca o ninguna. Si así ocurre, será una nueva prueba de la muy deficiente cartografía cultural y mutua falta de interés que tanto distorsionan los tráficos literarios entre una y otra orilla del Atlántico. Pues Germán Marín es, sin lugar a dudas, una de las voces fundamentales de la narrativa chilena de las últimas décadas, y por lo mismo una de las voces fundamentales de la narrativa contemporánea en castellano, en la que su obra puede codearse sin complejos con la de autores como Juan Carlos Onetti, José Donoso, Juan Benet o Juan José Saer, por citar solamente cuatro nombres destacados con los que tiene afinidades bien reconocibles.
Perteneciente a una generación anterior a la de Roberto Bolaño, Marín, como él, se exilió tras el golpe de Pinochet, radicándose primero en México y luego en Barcelona. A diferencia de Bolaño, sin embargo (con quien, por cierto, apenas tuvo contacto), Marín no arraigó en España y en 1992 regresó a su país, donde fue siempre una figura incómoda, incordiante, desabrida, muy apreciada sin embargo por los escritores más jóvenes, a algunos de los cuales –caso de Rafael Gumucio– ayudó en sus comienzos, pues se desempeñó la mayor parte de su vida como editor. Cuando yo lo conocí en Santiago, por los años del cambio de siglo, me sorprendió mucho el trato tan franco, tan directo, tan abiertamente agresivo, cómplice y humorístico que Marín mantenía con gente a la que doblaba la edad, entre la que se desenvolvía como uno más, sin darse aires de ningún tipo, con ese aspecto engañoso de hombre vencido, recibiendo y lanzando deportiva y socarronamente las más crueles pullas.
De una generación anterior a la de Bolaño, Marín se exilió tras el golpe de Pinochet, primero en México y luego en Barcelona. Es una de las voces fundamentales de la narrativa chilena de las últimas décadas
En los años que pasó en Barcelona, ciudad en la que nunca dejó de sentirse extranjero, Marín concibió su obra maestra: Historia de una absolución familiar, título común bajo el que aparecieron Círculo vicioso (1994), Las cien águilas (1997) y La ola muerta (2005). Del impacto que en su momento me produjo este monumental ciclo narrativo, donde los pasos del narrador por la ciudad de Barcelona constituyen un importante contrapunto de la reconstrucción que aquel hace de su pasado familiar y personal, dejé un admirativo testimonio en una de estas columnas, hace casi cinco años. Pocas lecturas más recomendables para quien se proponga escudriñar las razones de fondo que explican el desconcertante estallido social que vive Chile desde hace dos meses. Les estoy hablando de una novela apasionante, que se adelanta a la tendencia hoy hegemónica de la autoficción y que ahonda en la memoria personal y colectiva con una radicalidad y un encono a menudo aterradores.
En los años que tardó en culminar su gran trilogía novelística, Marín escribió su obra quizá más conocida: El Palacio de la Risa (1995), una nouvelle perfecta, que cuenta con estremecedor laconismo lo ocurrido en Chile durante los años de la dictadura pinochetista, y que –se me ocurre ahora, escribiendo esto– forma un tándem portentoso con Estrella distante, de Roberto Bolaño, publicada dos años después.
Más allá de su personalidad taciturna, desengañada, a veces bronca, entre sardónica y resentida, basta leer a Marín para entender por qué la cultura oficial chilena se resistió a rendirle los honores que merecía. Con motivo de su muerte, Raúl Zurita ha reprochado al Estado chileno su mezquindad, y ha escrito: “No importan las postulaciones a los premios, las listas que se hagan, las afiliaciones sexuales o políticas, la obra de Marín sobrepasaba todos esos planos y hoy me avergüenzo de ser Premio Nacional en una lista que sin él es espuria y torpe. No importa, más pronto que tarde su obra valiente, polifónica, magistral, será reconocida como una viga maestra de la dolorosa literatura de nuestro tiempo”.
Ojalá sea así.
Por penoso que sea que su muerte sirva de reclamo para leer a un escritor, ojalá quienes no conocen a Marín no tarden en comprobar la valía fuera de lo común del narrador que todos –y no solo los chilenos– acabamos de perder.