El pasado 11 de enero la sección de Cultura del diario La Vanguardia dedicaba un amplio espacio a un artículo firmado por Xavi Ayén y Josep Playá Maset cuyo titular rezaba: “El debate sobre Gabriel Matzneff se extiende a autores como Joan Ferraté o Gil de Biedma”. Comprenderán ustedes la alarma y la intriga con que me puse a leerlo. ¿Será posible?, me preguntaba. La lectura del artículo me decepcionó y me alivió a la vez. Lo que los periodistas calificaban de “debate” era, en realidad, un voluntarioso entramado de opiniones y de declaraciones recogidas por ellos mismos para estirar el potencial supuestamente polémico de un tuit lanzado no se sabe si con intención provocadora o por simple cortedad por Ignasi Moreta, un joven profesor y editor catalán de militantes convicciones religiosas (y, de paso, nacionalistas).
A propósito de la noticia de que la editorial Gallimard dejará de publicar a Gabriel Matzneff por ser acusado de pederasta, Moreta tuiteó: “Mientras tanto, aquí publicamos Del desig, los diarios del pederasta Joan Ferraté, con el aplauso de la crítica”. Palabras en las que no se termina bien de saber si lo que le enoja es que se publiquen los diarios de Ferraté o, simplemente, la aprobación de la crítica. Me temo que las dos cosas. El enojo de Moreta es tanto mayor en cuanto estima que la comprensión que los intelectuales manifiestan supuestamente hacia el tema de la pedofilia se transmuta en intransigencia cuando “el pederasta o pedófilo” (Moreta parece entender que se trata de lo mismo, para qué perder el tiempo con distingos) es sacerdote.
"Hay motivos para alarmarse ante los fervores reglamentadores que renuevan iniciativas judiciales como las que buscaron la condena de las obras de Baudelaire o de Joyce y metieron en prisión a Oscar Wilde"
La ola de puritanismo que con empuje creciente viene llegando de Estados Unidos tiene un ingrediente abiertamente antiintelectualista. El “caso Matzneff” lo pone de manifiesto con claridad. El diario ABC, al dar la noticia del escándalo provocado a raíz de la publicación de El consentimiento, el libro en que Vanessa Springora narra –y denuncia– su relación con Matzneff cuando ella tenía catorce años, titulaba: “Gabriel Matzneff, un escritor pedófilo aplaudido por las élites”. Y Carlos Herranz, desde las páginas de La Razón, daba cuenta de cómo el libro de Springora ha desatado “un auténtico huracán a modo de examen de conciencia colectivo sobre la permisividad con estos casos en los círculos intelectuales del país durante varias décadas”. El artículo de Herranz se titulaba “Aquel pedófilo mayo del 68”, y rezumaba satisfacción ante la noticia. “Matzneff no era el único”, añadía Herranz. “Francia abre una caja de pandora heredada del 68. La de un tiempo en el que muchos sectores, especialmente progresistas, simpatizaban con la pedofilia como causa moderna o cuasi-revolucionaria. Incluso intelectuales de talla máxima como Jean-Paul Sartre o Louis Aragon llegaron a firmar tribunas en favor de la despenalización del sexo con menores.”
Que la llama inquisitorial contra el amparo que la literatura presta a conductas inmorales, cuando no delictivas, haya prendido en Francia, y emita desde allí sus resplandores, es un indicio elocuente de la fuerza cada vez más preocupante con que el más reaccionario puritanismo –a menudo camuflado en el discurso del feminismo más superficial y crepitante, o de la cada día más allanadora corrección política– viene extremando su apuesta. El “caso Matzneff” (un escritor sin interés alguno, en el que la transgresión parece ser una modulación de la cursilería) plantea un debate interesante, seguramente importante, “sobre los límites de la literatura y la moral”, como apuntaban Ayén y Playá Maset en su artículo. Su ola expansiva, sin embargo, amenaza con deshacer las conquistas de una cultura que tardó más de un siglo en ganar posiciones a la moral católica y burguesa, no sin enormes costes personales.
Ocupado estos días en una edición íntegra de los Diarios de André Gide que prepara la editorial Debolsillo, me pregunto si en un futuro tipos como Moreta reclamarán que se censuren y, ya puestos, sugerirán que se proscriban otros títulos del autor de El inmoralista. Hay motivos de sobra para alarmarse ante los fervores reglamentadores que renuevan iniciativas judiciales como las que buscaron la condena de las obras de Baudelaire o de Joyce, o metieron en prisión a Oscar Wilde. Conviene permanecer alerta.