El pasado 27 de enero falleció en Madrid, con 87 años, María Martín Ampudia, viuda del escritor Juan García Hortelano. Años atrás unos amigos me llevaron a conocerla, y tuve la suerte de ser recibido en la casa que compartía con Sofía, su hija, adonde acudí más de una vez, pasando noches inolvidables que me entristece que no se vayan a repetir. La casa de María tenía una biblioteca formidable, de esas que dan ganas de explorar detenidamente. Y recuerdo algunos de los cuadros colgados de las paredes, muy en particular una marina de Juan Benet.
En “Juan en Hyderabad”, el hermoso artículo que dedicó a Juan García Hortelano al poco de su muerte, Benet decía que el latiguillo preferido de su tan querido amigo era: “Da lo mismo”. Y citaba con particular deleite una frase al parecer proverbial del mismo García Hortelano: “Da lo mismo, María, pero deja que lo cuente yo”. Benet nada explica de la situación en que resonaría la frase, por lo que nada me impide imaginar a García Hortelano soltándola en el mismo salón de la casa de la calle Gaztambide que conocí, en el transcurso de cualquiera de las muchas tertulias que allí se celebraban, él y María compitiendo por contar la misma anécdota.
Si la fama de García Hortelano como conversador y narrador oral es legendaria, María no le iba a la zaga. Ella misma recordaba aquellas tertulias interminables, siempre regadas con abundante alcohol
Pues si la fama de García Hortelano como conversador y narrador oral es casi legendaria, María no le iba a la zaga, al menos hasta donde me fue posible vislumbrar en esas ocasiones –demasiado pocas– en que tuve la oportunidad de escucharla. Ella misma recordaba con evidente nostalgia aquellas tertulias interminables, siempre regadas con abundante alcohol. “Nuestra casa era parada y fonda”, decía, jactanciosa. Y enseguida le venían a la boca los nombres de tantos y tantos miembros de la generación del medio siglo –y de las siguientes– que desfilaron por ella, todos atraídos por la hospitalidad y la cordialidad que emanaba de los anfitriones, quienes actuaron como enlace de los grupos de Madrid y Barcelona, y, aun dentro de Madrid, de los diferentes círculos de letraheridos de la ciudad.
“Éramos tan vivos como charlatanes”, admitía María, sonriente, en una conversación con Ricardo Rodríguez publicada en Mundo Obrero hace ya casi diez años. En esa misma conversación, Sofía, también presente, recordaba: “Hablaban mucho, continuamente tenían todos algo que decir, se quitaban la palabra los unos a los otros”.
Rodríguez subraya el papel tan importante que en los sesenta y setenta desempeñaron los domicilios de algunos escritores, en reñida competencia con locales como el café Gijón, el Pelayo, el Gambrinus. Y menciona las casas de Benet, de Caballero Bonald, de Gabriel Celaya y Amparitxu Gastón, y por supuesto la de García Hortelano y María Martín Ampudia, quien, en esa conversación, dice: “Teníamos una identidad casi por parejas”, aludiendo a la estrecha alianza intelectual que en aquel ambiente solía darse entre hombres y mujeres.
Se conocieron en 1964. La común militancia comunista debió de ser uno de los factores que contribuyó a unirlos. Hasta donde sé, María procedía de una familia republicana, represaliada por el franquismo. Su incombustible pasión política emergía una y otra vez, siempre alerta, en su conversación. Pertenecía a la izquierda más insobornable, menos doblegada. No había nada de trasnochado ni de residual en su perseverante profesión de comunismo, ninguna complacencia que no fuera la que emana de la propia dignidad. En su boca, el enfado y el humor formaban un acorde a la vez alegre y severo.
María era una mujer culta, muy leída. Buscando documentación para estas líneas, me entero de que en el pasado fue una excelente traductora, en particular de Bertolt Brecht. Ella y Sofía han venido administrando con devoción y rigor ejemplares el legado de García Hortelano, aún pendiente –como el de otros escritores del llamado realismo crítico– de ser cabalmente evaluado.
Haberla conocido, haberla visto desplegar su labia vehemente en conversaciones en que yo sentía palpitar el espíritu que animara otras mucho más antiguas, que hubiera dado cualquier cosa por presenciar, se me antoja un privilegio tanto más preciado en cuanto irrepetible. La imagino sonriente en lo alto de una barricada, con una bandera roja en la mano, esperándonos a todos en la lucha final.