El fallecimiento, con apenas cuatro meses de diferencia, de Harold Bloom (el pasado mes de octubre) y de George Steiner (hace apenas unos días) ha despoblado de sus últimos profetas los cada día más devastados desiertos de las humanidades. Puede que subsistan, errantes o agazapados, ermitaños, cenobitas, penitentes, estilitas, santones, místicos, visionarios, también charlatanes de toda laya, pero con Bloom y Steiner ha desaparecido, se diría que para siempre, la voz tronante de los profetas. Y a buen seguro que la echaremos en falta, por incordiantes que se nos antojaran sus augurios, por risible que nos pareciera su iracundia, por enojosamente intimidante que nos resultara su cuestionable autoridad.
No es preciso añadir que los dos eran profetas de raigambre bíblica, pertenecientes a la tradición judaica. Steiner, de hecho, bien podría pasar por una versión moderna de Jeremías, que predijo entre lamentos la destrucción tanto de Babilonia como de Jerusalén.
Ignoro hasta dónde llegaron las relaciones entre Bloom y Steiner, si es que tuvieron alguna. Sospecho entre ellos diferencias insalvables. Los dos, en cualquier caso, alcanzaron una visibilidad y un predicamento que, más allá de las reticencias a que pueda dar lugar todo estrellato –condenado a pagar el inevitable y penoso peaje de malentendidos y de fatuidades que reclama el periodismo–, potenció el nimbo sapiencial que los envolvía.
Con Bloom y Steiner ha desaparecido, se diría que para siempre, la voz tronante de los profetas. Y a buen seguro que la echaremos en falta, por incordiantes que se nos antojaran sus augurios
Como no podía ser de otro modo, estos días se han sucedido las necrológicas en que se recuerda con justificados respeto y admiración la personalidad de George Steiner y se glosan los méritos y alcances de su importante y poderosa obra crítica. Particular interés tiene la entrevista intencionadamente póstuma que le hizo su amigo Nuccio Ordine, publicada en el Corriere della Sera y reproducida en El País. En el ocaso de su vida, Ordine le pregunta a Steiner si se reprocha algo en particular y éste le responde, con desarmante honestidad: “Claro. Más de una cosa […] No he conseguido captar algunos fenómenos esenciales de la modernidad. Mi educación clásica, mi temperamento y mi carrera académica no me permitieron comprender completamente la importancia de ciertos grandes movimientos modernos. No entendía, por ejemplo, que el cine, como nueva forma de expresión, pudiera revelar talentos creativos y nuevas visiones mejor que otras formas más antiguas, como la literatura o el teatro. No he entendido el movimiento contra la razón, el gran irracionalismo de la deconstrucción y, en algunos aspectos, del posestructuralismo. Debería haberme dado cuenta de que el movimiento feminista, que apoyé en Cambridge con gran convicción al reconocer la importancia del papel de la mujer, asumiría después, en la lucha por ocupar un lugar dominante en nuestra cultura, una función política y humana extraordinaria”.
Palabras que traslucen, con más melancolía que jactancia, la conciencia, por parte de Steiner, de su propia extemporaneidad. Una condición ésta, la de extemporáneo, afín (sólo que proyectada en el tiempo, en lugar del espacio) a la de extraterritorial, que Steiner, también hizo propia, y sobre la que teorizó con premonitoria lucidez.
Esta condición de extemporáneo es la propia de quien se consideró a sí mismo “una especie de superviviente”. Superviviente de una época, de una tradición, de una cultura, de “un tipo peculiar de posibilidades humanas” –el del judaísmo centroeuropeo– con el que la Segunda Guerra Mundial y cuanto sucedió a partir de ella arrasó. Como escribí hace ya mucho, la propia fidelidad de Steiner al mundo al que sobrevivió fue dotando a sus escritos, y no sólo a su figura, del “patetismo conmovedor de aquellos oficiales japoneses que, perdidos en cualquier isla del Pacífico, prolongaron individualmente una guerra ya terminada y no sólo perdida”.
El resuelto y apasionado afincamiento en las coordenadas espirituales de la tradición de la que se sintió siempre deudor, y no sólo heredero, volvió a Steiner sordo –como el mismo admite– a la novedad y a la diferencia de un mundo del que sólo acertó a diagnosticar, claro que con implacable agudeza, su estulticia irredimible.
Como él mismo dijera refiriéndose al Estado de Israel: “En el lugar donde otrora bramó Jeremías hoy encontramos bares de topless”.
Pero Jeremías siguió bramando.
Los clientes de esos bares cruzaban sonrisas amedrentadas cuando, al salir de ellos, topaban con las voces increpantes de ese anciano fascinante, que el pasado 3 de febrero enmudeció.