Reviso estos días las pruebas de un librito en el que, a petición de Miguel Aguilar, he reunido un puñado de artículos, ensayos y pecios de Rafael Sánchez Ferlosio donde se discurre sobre los conceptos de patria y de patriotismo, y más ampliamente sobre “el nefasto fetiche de la identidad”. El volumen, de próxima publicación, llevará por título La verdad de la patria, y por mucho que sus piezas sean más o menos conocidas, al integrarse en una misma secuencia permiten escrutar y calibrar mejor las a menudo estentóreas ideas de Ferlosio sobre una cuestión que lo ocupó de manera recurrente desde los primeros años de la Transición, cuando objetó de forma muy severa los criterios con que fue abordada la construcción del llamado “Estado de las autonomías”.
En la presentación del volumen aprovecho por mi parte para hacer una observación que estimo pertinente: la de que la generación de intelectuales y escritores españoles a la que pertenecía Ferlosio, la de los llamados “niños de la guerra”, fue la primera en la época contemporánea que se desentendió de España como problema. No es que a sus integrantes les doliera España más o menos: es que se la refanfinflaba. Dicho así, puede sonar escandaloso o incluso ofensivo. Pero hay que ponerse en la piel de quienes, educados y crecidos en el franquismo, padecieron en carne propia, durante sus años de formación, la exaltación partidaria de la más rancia ideología nacionalista, incansablemente embadurnada por la refitolera fraseología de un régimen autárquico, vengativo, zafio y anacrónico.
Repito aquí algo sobre lo que nunca me parece que se insista lo bastante: entre las más prolongadas secuelas del franquismo ha de contarse el acaso irreparable desapego de no pocos españoles respecto de todos los símbolos y distintivos patrióticos, empezando por el himno y la bandera, continuando con Don Pelayo, el Cid Campeador, Isabel y Fernando, Hernán Cortés y Agustina de Aragón, y ya puestos también con el flamenco, la jota, los toros, el pasodoble, la paella, todo el beaterio nacional-católico, El Escorial y hasta la mismísima Giralda de Sevilla, para concluir en la misma palabra y noción de España.
La generación de intelectuales y escritores españoles a la que pertenecía ferlosio, la de los llamados “niños de la guerra”, fue la primera en la época contemporánea que se desentendió de España como problema
El patriotismo español, monopolizado desde el final la Guerra Civil por el franquismo, tuvo efectos tan disuasorios sobre esos “niños de la guerra”, que los vacunó para siempre de toda adhesión patriótica y, por lo mismo, de toda infección nacionalista, de la parte que fuera. Pues tan difícil de reconocer, entre la mayor parte de los miembros de la también llamada “generación del 50”, la más mínima marca de “españolez”, el más mínimo rastro de identificación con la tradición heredada –incluso con la lengua heredada–, lo es reconocer simpatía alguna hacia el nacionalismo rampante de vascos, catalanes, gallegos, andaluces… Toda invocación a la patria, cualquiera que esta fuera, se hizo para ellos sospechosa y les suscitaba una instintiva aprensión. Y así fue cómo, ya en democracia, ni Carlos Barral, ni Jaime Gil de Biedma, ni Juan Marsé, ni Gabriel Ferrater, ni los hermanos Goytisolo, por ejemplo, simpatizaron con el nacionalismo catalán más de lo que simpatizaron, antes y después de la muerte de Franco, con el nacionalismo español, igualmente suspicaces respecto del uno como del otro.
Me pregunto ahora si esta saludable insensibilidad de tantos españoles hacia los símbolos y distintivos patrios no ha favorecido, en definitiva, la fervorosa adhesión a los propios de los nacionalismos periféricos, y éstos, a su vez, el reavivamiento de los símbolos y distintivos del sempiterno nacionalismo español, aún impregnado de sus más odiosas connotaciones.
Me pregunto si en la Transición no se dejó pasar la oportunidad de resignificar o simplemente renovar y acaso remplazar esos símbolos y distintivos, en lugar de dar cauce a que su impugnación conllevara la antagónica exaltación de otros igualmente incordiantes y excluyentes.
Me pregunto si “ese novísimo embeleco del ‘patriotismo constitucional’”, como lo llamaba Ferlosio, no es en definitiva un penoso remedo técnico –en lugar de un antídoto– de un sentimiento, el del patriotismo, que, provenga de donde provenga, y por muy festivo y ecuménico que se muestre, se retroalimenta una y otra vez –como Ferlosio advierte– de la enemistad y de la paranoia, para devenir fatalmente una herramienta de coerción social.