Me pidió un amigo que le recomendara una novela. Lo hice. Era una novela larga, llena de personajes, de subtramas, de enredos, muy entretenida.
Pasaron tres semanas, me encontré con mi amigo y le pregunté qué le parecía la novela. Me dijo que apenas llevaba leídas unas pocas páginas, pero que le estaba gustando.
Pasó un mes más y me reuní de nuevo con mi amigo. Volví a preguntarle qué tal la novela y me dijo que sí, que estaba bien, que ya iba por la mitad, sólo que tenía poco tiempo para leer últimamente.
Otra vez pasaron dos o tres semanas, y otra vez, al encontrarme con mi amigo, le pregunté por la novela. Que sí, que sí, me contestó, algo apurado, que era muy interesante, pero que todavía no la había terminado.
Ya no volví a preguntar.
Mucho tiempo después, hablando con mi amigo, salió a colación la novela en cuestión. Me dijo entonces, condescendientemente, que no estaba mal, pero que no le había gustado tanto como a mí.
No solo las novelas, también algunos ensayos, e incluso algunos poemarios, reclaman unos mínimos de asiduidad, por debajo de los cuales se hace muy difícil apreciar sus cualidades. La lectura apareja un compromiso de perseverancia
Le repliqué que su juicio no tenía valor. Que a lo mejor había leído el libro, o el texto, pero no la novela. No al menos la novela que yo había leído y le había recomendado. Que me parecía imposible ya no digo disfrutarla sino simplemente apreciarla en ningún sentido leyéndola a ratos perdidos, discontinuamente, en el transcurso de meses. Que eso no valía, que venía a ser otra cosa. Que aun presumiendo un lector capaz de conservar fielmente en su memoria todos los datos necesarios para el adecuado seguimiento del desarrollo de una novela (las sutilezas de la trama, los rasgos de los personajes, sus movimientos, los escenarios, etc.), hay factores determinantes que forzosamente se le escapan cuando la lectura se dilata en el tiempo más de lo razonable, sometida a incesantes interrupciones, con intervalos a menudo muy largos entre una sesión de lectura y otra.
Por años que un autor haya podido emplear en escribir una novela, ésta, una vez concluida, tiene su propio reloj interno, que prescribe un determinado margen de tiempo para su lectura. Sobrepasado ese margen, sin duda flexible, la lectura queda invalidada, al menos en buena medida. Por supuesto que ese margen varía muy notablemente dependiendo de la novela, de su extensión, de su clima, de su complejidad, de su intensidad, etc. Pero, insisto: sobrepasado ese margen, lo que uno ha leído deja de ser, por así decirlo, una experiencia compartible.
Imagínese lo que sería ver según qué películas en pequeños fragmentos distanciados en el tiempo. Qué podría decir uno de, por ejemplo, Vértigo, de Hitchcock, de haberla visto a trompicones a lo largo de, pongamos, un par de semanas. Incluso una serie reclama cierto ritmo de consumo, por mucho que se estire en el tiempo.
Por lo demás, no sólo las novelas, también algunos ensayos, e incluso algunos poemarios, y por supuesto casi todos los textos dramáticos, reclaman unos mínimos de asiduidad, vamos a decirlo así, por debajo de los cuales se hace muy difícil apreciar sus cualidades.
Sirva de símil, para esto que digo, la distancia a la que conviene contemplar un cuadro. Por muy buena que sea la vista de uno, si se aleja más de la cuenta lo que ve ya no es el cuadro propiamente dicho, sino otra cosa.
Así que hagan todos el favor de meterse en la cabeza que la decisión de emprender la lectura de una novela, o de un libro cualquiera, pero sobre todo de una novela, apareja un compromiso de perseverancia (distinto es en una relectura). Si uno no tiene la certeza de disponer del tiempo suficiente para leer la novela en cuestión en un plazo más o menos proporcionado a su longitud, mejor dejarlo para otro momento. De lo contrario, no hacemos más que estropearlo todo.
La lectura entraña un cierto hábito, como tantas cosas. Me deprime la frecuencia con que tantos lectores fracasan con un libro por no haber atendido a su conveniente posología, para entendernos. Y no es que haya que esperar siempre a las vacaciones. Hay libros de todos los tamaños. Y por ceñirnos al campo de la narrativa, están los libros de relatos, que no exigen continuidad.