Con menos de dos meses de diferencia han fallecido, en lo que llevamos de año, Juan Eduardo Zúñiga, el pasado 24 de febrero, y Antonio Ferres, hace escasos días, el 11 de abril. Los dos eran los últimos supervivientes, creo, del grupo de narradores madrileños llamados “socialrrealistas”, más conocidos como “los escritores de la berza”, etiqueta ésta que acuñó en broma uno de ellos, Antonio Bernabeu, pero que prosperó y suele emplearse todavía, siempre desdeñosamente, para referirse a ellos.
Desatendida y postergada durante muchos años, la obra de Antonio Ferres conoció un tímido resurgimiento hace un par de décadas, cuando, casi simultáneamente, en 2002, la editorial Viamonte reeditó su novela más emblemática, La piqueta (1959), y Debate publicó sus memorias, significativamente tituladas Memorias de un hombre perdido. Con ese pretexto, y sabiendo que los dos habían sido muy buenos amigos, a pesar de que llevaban años sin verse, se me ocurrió reunir a Ferres y Zúñiga y mantener con ellos una conversación en la que participó también Constantino Bértolo, por entonces director de Debate. Aludía a ella no hace mucho, en una de estas columnas, a propósito de los Recuerdos de vida de Zúñiga, aparecidos el año pasado (Galaxia Gutenberg). La conversación se publicó en Babelia bajo el título “Todos somos seres perdidos”, y es accesible en la red. La releí días atrás, cuando me enteré de la muerte de Ferres, y me llegó casi intacto el recuerdo de aquel encuentro, que resultó para mí conmovedor, además de instructivo. Tómense el trabajo de consultar ese documento, no perderán el tiempo. Por mi parte, ya puesto, busqué en mi ordenador unos pocos retales de la conversación que, por razones de espacio, no fueron publicados, y que guardan cierto interés. En uno de ellos, y a resultas de las preguntas que yo les hacía acerca de cómo, después de haber publicado y promovido a no pocos de los novelistas de aquel grupo, Carlos Barral se desentendió de ellos, Antonio Ferres dice: “Yo a Carlos lo quería mucho. Pero luego vino el boom, y lo reventó todo. Al principio, les gustaba que fuéramos obreristas, pero al final se quejaban de eso mismo. ¿Cómo era ese verso? ‘Qué oscura gente…’”.
El mismo Zúñiga, en aquella conversación con Ferres, reivindicaba el valor de las obras de los “socialrrealistas”. “Algún día se reconocerá su respetable calidad”
El que citaba Ferres es el último verso del poema de Barral titulado “Geografía o historia”, de su primer libro, Diecinueve figuras de mi historia civil (1961). El verso completo dice “¡Qué oscura gente y qué encogidos íbamos!”. Tanto el verso como el poema adquieren una resonancia muy específica proyectados en las relaciones que, en el marco de la generación del 50, mantuvieron entre sí los círculos de Madrid y Barcelona; y, dentro de Madrid, el de los jóvenes universitarios, díscolos retoños de una burguesía más o menos acomodada (Aldecoa, Ferlosio, Martín Gaite, Fernández Santos…), y un puñado de esforzados autodidactas, hijos del miedo y de la pobreza, descendientes de familias represaliadas, militantes casi todos del Partido Comunista. Las diferencias y los malentendidos que determinaron esas relaciones constituyen, todavía hoy (lo decía ya en la mencionada columna), uno de los episodios más patéticos y sangrantes de la reciente historia literaria española, pendiente aún tanto de investigación como de evaluación. Me consta que Zúñiga acarició en algún momento –él mismo me lo dijo– el proyecto de reconstruirlo; entre sus papeles deben de contarse no pocos materiales destinados a este efecto, y que no empleó en sus frugales memorias.
El mismo Zúñiga, en aquella conversación con Ferres, reivindicaba el valor de las obras de los “socialrrealistas”. “Algún día se reconocerá su respetable calidad. Creo que se está reconociendo ya”. Yo mismo he pensado alguna vez que así ocurriría, viendo, por ejemplo, el entusiasmo y la convicción con que Javier Santillán, de la editorial Gadir, ha venido publicando estos últimos años las obras de Ferres. En la actualidad, sin embargo, y lamento admitirlo, me parece muy improbable. La historia literaria, como la historia de los pueblos, tiene sus perdedores, con independencia de sus méritos. Y las razones de que lo sean coinciden sospechosamente en los dos casos, la mayoría de veces.
Para que haya “justicia” literaria tendría que cambiar antes la entera jurisprudencia que articula el canon. Y no hay visos de eso, me temo.