En uno de sus relatos tardíos, “La próxima vez” (1895), Henry James utiliza la figura de un oscuro crítico literario para hablar de los destinos cruzados de dos novelistas. Una de ellas, la señora Highmore, es “una de las más fecundas novelistas de nuestro tiempo”, una escritora a la que el éxito persigue como un perro fiel. “Nunca, ni por un día”, dice el narrador, “pudo salvarse del cruel destino de ser popular... El público la quería... A ella no le era dado no gustar...”.
Al cuñado de la señora Highmore, el pobre Ray Limbert, le ocurre justamente lo contrario. Por mucho que él se empeñe, y por grande que sea la aprobación a menudo entusiasta que hacia su obra muestran la crítica y un escogido grupo de admiradores, no hay manera deque los lectores comunes le hagan caso. “Muchas personas –era indudable admiraban sus libros, pero parecían oponerse radicalmente a comprarlos”.
El caso es que ni la señora Highmore ni el desdichado Ray Limbert se conforman con la suerte que les ha correspondido. El relato de James narra los cada vez más desesperados intentos que Limbert hace por ganarse el favor del público, así sea el precio de rebajar sus ambiciones, de traicionar sus principios. De nada le sirve leer y analizar con detenimiento lo que escribe la señora Highmore: por muy bajo que se empeñe en caer, “la perversidad de su esfuerzo” queda una y otra vez “frustrada por la pureza de su talento”, que lo conduce implacablemente a la ruina.
Los tráficos entre la alta y la baja cultura –o como se prefiera nombrar los circuitos que determinan los mecanismos de consagración de la crítica y el mercado– son cada día más intensos
Por su parte, la señora Highmore no puede evitar envidiar el estatus de Limbert y el respeto que su obra suscita. Ella también observa con lupa lo que escribe su cuñado, y el mismo empeño que pone él en “vulgarizarse”, en adaptarse a las expectativas y al gusto del público que le vuelve la espalda, lo pone en ella en “escribir una obra verdaderamente artística”, desentendiéndose de su éxito comercial. “Mirándolo bien, el éxito sólo daba dinero; es decir, daba tanto dinero que cualquier otro resultado parecía pequeño en comparación con él. ¡Pero un fracaso podía dar tanta reputación!”... A la señora Highmore, sin embargo, le está vedada esta gracia: al revés que a Limbert, la vulgaridad de su talento le impide escribir nada sobre lo que sus fervientes lectores no sigan abalanzándose con renovada fruición.
Así resumida, sin la ironía y la mordacidad que la condimentan, la fábula de James pierde casi todo su atractivo, pero sirve de todos modos para replantear hoy, 125 años después de haber sido escrita, las varias cuestiones que en el fondo aborda muy seriamente. ¿Hasta qué punto el éxito y el fracaso constituyen una fatalidad? ¿Los circuitos de la literatura “artística” y la popular son comunicables? ¿Es posible desertar de uno a otro bando?
Pienso en Juan Benet presentándose al premio Planeta. Pienso en las series policiacas de autores como John Banville o José María Guelbenzu. O, por el contrario, en las novelas “serias” de autores como Simenon o Manolo Vázquez Montalbán. Pienso en casos como el de Umberto Eco o Alessandro Baricco. O en el de escritores como Stephen King o Joyce Carol Oates.
Los tráficos entre la alta y la baja cultura –o como quiera que se prefiera nombrar los circuitos aún distinguibles que determinan los diferentes mecanismos de consagración de la crítica (o lo que quede de ella) y el mercado– son cada día más intensos. La relajación de las fronteras entre una y otra fomenta todo tipo de contrabando.
Las cosas se han movido desde los tiempos de James. Hoy parecen mucho más improbables los deseos de la señora Highmore por acceder a ninguna clase de reputación asociada al fracaso.
Y sin embargo, extrañamente, el relato aludido sigue proponiendo un enigma todavía sin resolver: el del prestigio recalcitrante de la piedra que sigue brillando fuera del agua, en una intemperie ajena a la corriente líquida en que todos respiramos. Y sugiere una remota pero no despreciable posibilidad: la de que, empleando la misma lengua, se pueda hablar dos idiomas distintos, cuyas respectivas gramáticas se diría que resultan indescifrables para quien –con éxito o no– emplea cualquiera de las dos, sin acertar con la otra.