Adiós a esos niños
Poco a poco vamos despidiendo a los últimos supervivientes de la generación de los llamados “niños de la guerra”. En menos de año y medio han fallecido Rafael Sánchez Ferlosio (a los 92 años), Juan Eduardo Zúñiga (a los 101), Antonio Ferres (a los 96) y, apenas hace unos días, Juan Marsé (a los 87). Quizá sea un poco abusivo amparar en una misma franja generacional a autores nacidos con más de diez años de diferencia. Zúñiga, por ejemplo, era mayor que Miguel Delibes, a quien nadie agruparía entre los “niños de la guerra”. En rigor, Zúñiga no lo fue (tenía 17 años en 1936), pero perteneció a un círculo de escritores que sí lo eran. En cuanto a Marsé, nacido en 1933, fue mucho más propiamente un niño de la posguerra (sobre eso discurre esencialmente su narrativa), pero estuvo vinculado por amistad y por afinidades con quienes sí fueron “niños de la guerra”, empezando por Juan García Hortelano, que empleó esta etiqueta para caracterizar a los miembros de la llamada “generación del 50”.
Cualesquiera sean sus límites, buena parte de los miembros de esta generación fallecieron tempranamente. Ignacio Aldecoa, a los 44 años; Carlos Barral y Gil de Biedma, a los 61; García Hortelano, a los 64; Claudio Rodríguez, a los 65; Juan Benet, a los 66; Alfonso Grosso a los 67... Al citar estos nombres, crujen de nuevo las costuras del término “generación”, pues algunos de ellos poco o nada tienen que ver entre sí, y según cómo parecen haber orbitado en medios muy distintos.
La generación del 50, la de los “niños de la guerra”, ofrece una cartografía compleja, con dos polos bien contrastados: Madrid y Barcelona. Todavía está pendiente levantarla con detalle y establecer sus conexiones internas, que son múltiples y sin duda reveladoras. Una biografía cabal de Juan García Hortelano, por ejemplo, sería, desde este punto de vista, muy iluminadora. Y también, sin duda, la de Juan Benet, en la que al parecer anda ocupado Benito Fernández. Pero el gran reto lo constituiría una biografía colectiva, panorámica, que comprendiera las décadas de los cuarenta a los setenta, pongo por caso. Hay ya un gran caudal de textos autobiográficos y de epistolarios editados que permite sentar las bases de un trabajo de este tipo, que requeriría a un investigador atrevido, bien informado y con gran capacidad de síntesis y expositiva, un poco a la manera –salvadas las enormes distancias– del Herbert Lottman de La Rive Gauche.
La del medio siglo probablemente ha sido la última generación española que articula en su conjunto una más o menos común perspectiva política, cultural e incluso moral
El hecho es que la generación del medio siglo probablemente haya sido, en un sentido amplio, la última generación española que, con todos sus contrastes y matices, articula en su conjunto una más o menos común perspectiva política, cultural e incluso moral. Ya después, las etiquetas o bien tienen un alcance estrictamente sociológico o bien se ciñen a grupos, pandillas, promociones.
La guerra como telón de fondo de la propia memoria, la oposición a Franco, la casi unánime adhesión al partido comunista en la clandestinidad (y luego la perseverancia en la izquierda), el desentendimiento de España como dolor y problema, el desapego de toda pasión identitaria (de los nacionalismos tanto español como periféricos), la búsqueda de una lengua desinflada de retóricas, la revisión crítica de la propia tradición, la resistencia al sentimentalismo... Estos y muchos otros elementos constituyeron, entre los “niños de la guerra”, un denominador común que, desde múltiples posiciones, conformó algo parecido a una conciencia colectiva que durante varias décadas ha constituido una importante referencia y ha ejercido un discreto pero influyente magisterio, cuyo apagamiento provoca un penoso sentimiento de orfandad.
Esto último se ha constatado de nuevo tras la pérdida de Juan Marsé. Bajo su cáscara de timidez y de cabreo, el menos infatuado y zalamero de los escritores no dejó de constituir una guía para muchos. Entre el alud de declaraciones hechas con motivo de su muerte, destaco las de Eduardo Mendoza, que subrayó el papel de puente que Marsé desempeñó entre la generación del 50 y la siguiente, la suya propia, y de qué modo, aun sin proponérselo, abrió a los más jóvenes nuevas vías. “Para nosotros –decía Mendoza– lo más importante fue el ejemplo, pues te enseñaba caminos sin decirte lo que había que hacer”.