En marzo de 2004 Kenzaburo Oé visitó Barcelona para presentar su novela Salto mortal, recién publicada en castellano (Seix Barral). Con este motivo se organizó en la Casa Asia de la ciudad –donde ese día dio Oé una charla– una cena, a la que fue invitado Juan Marsé. Los dos escritores se sentaron a la misma mesa y conversaron en francés. Entre otras cosas, Marsé le preguntó a Oé si había conocido a Yukio Mishima. Y sí, lo había conocido. No sólo eso: al parecer Mishima había señalado a Oé como el más prometedor de los novelistas japoneses del momento. Marsé entonces le dijo a Oé que, en la misma editorial española que acababa de publicar Salto mortal, él había publicado muchos años atrás, en 1963, una traducción de El pabellón de oro, de Mishima (naturalmente a partir de la versión francesa de la novela). Un dato tan sorprendente para Oé como para la mayor parte de los lectores de Marsé, que suelen desconocerlo. Pues, ¿qué diablos tienen que ver Marsé y Mishima?
El caso es que, a comienzos de los sesenta, y tras su estancia en París, el joven Marsé hubo de buscarse la vida como podía, y entre las tareas que le cupo desempeñar estaba la de traducir, que no le salía muy a cuenta pero que le servía para llenar huecos.
Recordando esta episódica faceta de Marsé como traductor se me ocurre que tendría algún interés –y probablemente sería revelador de no acierto a precisar muy bien qué, pero de algo sin duda significativo– esbozar un censo de traducciones literarias hechas por novelistas españoles.
Siendo como ha sido España un país poco atento a la enseñanza de los idiomas, y siendo en general los españoles –hasta hace poco, al menos– escasamente dados a aprenderlos, uno diría que dicho censo no habría de resultar muy abultado. Pero, por poco que nos pongamos a escudriñar, surgen como setas los autores españoles que, ya por afición, ya por razones alimenticias, se han dedicado, de forma asidua o sólo pasajera, a traducir las obras de otros.
Recordando la faceta de Marsé como traductor se me ocurre que tendría algún interés esbozar un censo de traducciones hechas por novelistas españoles
La cosa empieza con Galdós, traductor de Dickens. Y con Juan Valera, traductor de Longo, pero también de Byron y de Goethe, y de Heine, y de Hugo, entre otros. No vamos a traer aquí casos como el de Rafael Cansinos Assens, traductor profesional que lo tradujo casi todo de casi todos, desde Balzac a Dostoievski. Más interés tiene evocar otros más inesperados, como Juan Benet traduciendo a Francis Scott Fitzgerald o Juan García Hortelano traduciendo a Boris Vian. Como Ferlosio traduciendo a Collodi o, ya más conocidamente, Carmen Matín Gaite traduciendo a Flaubert, a Svevo, a las Brontë, a Virginia Woolf y un largo etcétera.
En el terreno de la poesía, los traductores ocasionales son mucho más frecuentes, dándose casos de particular relevancia como los de Luis Cernuda y José Ángel Valente.
Más cerca en el tiempo, y de nuevo en el terreno de la narrativa, se dan casos bastante admirables, como el de Javier Marías traduciendo a Sterne, a Hardy, a Conrad, a Dinesen (por nombrar sólo novelistas), o el de Luis Magrinyà traduciendo a Jane Austen, a Henry James –y los dos actuando, aunque a muy diferentes niveles, como editores, poniendo en circulación textos y autores extranjeros–.
Traigo a colación los primeros nombres que me vienen a la cabeza. La lista sin duda es larguísima, más nutrida conforme avanzamos en el tiempo, pues entre los escritores más jóvenes van menudeando los que compatibilizan su trabajo como narradores con el de traductor, casos de Andrés Barba o –mucho más conspicuo– Javier Calvo.
¿De qué podría ser revelador ese censo al que me he referido?
De bastantes cosas. Entre ellas –hasta cierto punto–, de los niveles de receptividad de la literatura española a las extranjeras. También de la “penetrabilidad” de la lengua literaria española a los ritmos, la respiración, la música, los matices de otros idiomas. De cierta transpiración. Y, por supuesto, de algunas tendencias del gusto, de las afinidades, de la curiosidad de los autores españoles. Más que eso: de su propia “política” literaria, de una cierta voluntad de intervención en el mapa siempre incompleto de las lecturas.