Sé que es ridículo plantearlo en estos términos, pero no pocas veces me he sorprendido a mí mismo pensando que, más allá del placer y de los provechos que uno deriva cotidianamente de su afición a la lectura, ésta constituye, además, una especie de inversión, de capital del que dispondrá cuando llegue a la vejez.
Entiéndanme bien: yo mismo me sonrío al escribirlo, pero cuando imagino la intemperie a la que muy probablemente me veré expuesto si alcanzo una edad provecta –y siempre contando (lo cual ya es mucho) que los dioses me conserven la vista y una mínima autonomía de movimientos–, entre las escasas consolaciones que atisbo se cuenta, en posición muy destacada, la de leer, la de seguir leyendo (¿hay algo más barato?); si es posible al sol, dado que tenemos la fortuna de vivir en un país al menos soleado (“¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más tristes y menos coléricos… Quizá un poco más tontos…”, dice Max Estrella en Luces de bohemia).
Leer, leer, ya anciano seguir leyendo cualquiera de los miles de libros siempre pendientes que uno aplaza una y otra vez por falta de tiempo.
Comprenderán, así, mi consternación cuando, conforme envejezco, constato –con escándalo primero, y enseguida con alarma– la tendencia creciente –entre mis mayores, pero también entre amistades y compañías de mi misma franja generacional, cuando no más jóvenes– a dejar atrás ya no digo el hábito sino el gusto mismo de la lectura.
¡Pero cómo! ¿Es posible que eso pueda ocurrir? ¿Que eso pueda ocurrirme? ¿Y entonces?
Recuerdo bien la decepción que sentí al leer, en un apunte muy tardío de Elias Canetti (un apunte del año 1993, tenía él 88 años), estas palabras:
“Llega una etapa, acaso la última, en la que leer no significa nada. Ya no se vincula con lo existente, se escurre, ya no sedimenta ni deja huellas. Quizá aún despierte deseos de leer otras cosas, pero son deseos muy vagos, que se desvanecen antes de articularse. ¿Cómo habría que valorar esa lectura, algo tan diferente de todo lo que antes se llamaba lectura? Quizá sea un ejercicio para olvidar las palabras, su revoloteo ante el silencio”.
Apunte tanto más demoledor en cuanto proviene del más ávido de los lectores, del más apasionado. De un hombre, por si fuera poco, que jamás desistió de su combate personal contra la muerte, a la que regateó su autoridad y su victoria de un modo tan resuelto como incomprendido (“No considero del todo imposible que un hombre pueda vivir eternamente, pues menguar siempre no conlleva necesariamente la idea de cesar de existir”, escribía con humor su venerado Lichtenberg).
Canetti, contemplando su biblioteca abarrotada, se decía que seguir acumulando libros formaba parte de su rebeldía contra La muerte
¿De verdad llega una etapa en la que leer no significa nada? Como decía, uno va teniendo noticia de cada vez más casos en que parece ocurrir realmente así. No me refiero ahora a los casos justificados por una cuasi ceguera o por la decrepitud, por la enajenación mental, por una invencible tristeza o fatiga. Me refiero a personas todavía activas, con su inteligencia aún en marcha, capaces, despiertas. Hablo de escritoras, de profesores universitarios, de veteranos editores, también de lectoras expertas, “de raza”, como decimos a veces idiotamente. Personas en las que parece ocurrir, en efecto, que lo que leen “ya no se vincula con lo existente, se escurre, ya no sedimenta ni deja huellas”.
Será que la lectura, como la inteligencia misma, también es muscular. Que también para seguir leyendo, como para seguir viviendo dignamente, a pesar de todo, se precisa de una voluntad, de una disciplina, de una técnica capaz de mantener tensos esos vínculos con lo existente, con el caudal de la memoria, con los demás. Por fortuna, son aún numerosos –y alentadores– los casos en que se observa que esto es posible. Se sabe de personas que han muerto con un libro en las manos, por decirlo así.
El mismo Canetti, contemplando a los 70 años su propia biblioteca abarrotada, se decía que seguir acumulando libros formaba parte de su rebeldía contra la muerte. No sabiendo cuáles llegaría a leer, mientras pudiera elegir cuáles sí, seguiría teniendo en su mano, pensaba arrogantemente, el curso de la vida.