Elegir los problemas
Ya en alguna ocasión, hace ya mucho, he traído a colación un soberbio pasaje de los Cahiers de Paul Valéry en el que, a propósito de la religión, éste se plantea “si un hombre de nuestro tiempo, muy conocedor de nuestras ciencias, etc., pero completamente desconocedor de las creencias y de las doctrinas antiguas, e incluso de ciertas palabras, inventaría el alma y su inmortalidad”. Valéry concluye que no, y de ello desprende que buena parte de los problemas que ocupan y preocupan a los hombres y mujeres, a quienes se les antoja cuestiones eternas, en realidad se extinguen con el tiempo. “Los problemas que mueren –pues los problemas son mortales y hay muchos que han desaparecido– son aquellos que los hombres de una época no inventarían. Por mucho que se los planteemos, no los comprenden. La cuestión les parece vana”.
Citaba yo estas palabras para sugerirla posibilidad de que, lo mismo que la religión, también la literatura, al menos tal y como aún la concebimos, fuera un problema moribundo. Y, para acallar las presumibles protestas y alarmas de aquellos a quienes mis palabras escandalizaran, añadía que la muerte de un problema no comporta necesariamente –o al menos no de manera inmediata– la desaparición de las estructuras mentales e institucionales que surgieron para afrontarlo (iglesias, sínodos, sacerdotes, creyentes; academias, ferias, escritores, lectores).
El apunte de Valéry es del año 1921. Casi diez años después, en 1930, André Gide anota algo muy semejante en su diario. Escribe: “Uno tras otro, todos esos ‘problemas’ que apasionaron a la humanidad, y sin la solución de los cuales parecía que no se podía vivir de verdad, dejan de interesar, no porque se haya encontrado la solución, sino porque la vida se retira de ellos. Mueren en cuanto dejan de ser urgentes, de manera que ni siquiera se percibe que han muerto, porque no sufren una agonía, sino solamente: se han muerto”.
A Gide y Valéry los unió durante toda su vida una sólida amistad, llena de aspectos cómicos y enternecedores. No cabe pensar en dos personalidades más distintas, en dos inteligencias más opuestas. Tanto más regocijo produce verlos coincidir en una observación por otro lado tan aguda. Pues es altamente improbable que Gide hubiera leído el pasaje de Valéry, tanto como que los dos hubieran conversado sobre el asunto.
Uno se pregunta cuántos, entre esos problemas, encontrarán una solución y cuántos se extinguirán por sí solos, porque la vida se habrá retirado de ellos
Al escribir esas palabras, Gide también está pensando en la religión, más en particular en los apasionados debates entre católicos y protestantes que –para nuestro pasmo– tanto ocuparon a la intelectualidad francesa del periodo de entreguerras. Pero en la misma entrada del diario añade una consideración que es la que me ha incitado a escribir esta columna. Dice así: “Hay grandes posibilidades de que un ‘problema’ que solo le importa a un país tampoco ocupe más que un momento de su historia”.
Ya no estamos aquí en el terreno de las “grandes cuestiones” de la vida y de esos problemas que se nos antojan “eternos”. Estamos más bien en el de los problemas coyunturales, aquellos que acaparan las pasiones de naturaleza sobre todo política.
Uno se pregunta cuántos, entre esos problemas, encontrarán una solución, y cuántos se extinguirán por sí solos, “no porque se haya encontrado la solución” sino porque la vida se habrá retirado de ellos. Y si eso llega a ocurrir –como cabe prever con sólo echar un vistazo a la historia más o menos reciente–, cuánto derroche, entonces, de inteligencia, de medios, de tiempo.
Sí, ya sé que esta perspectiva tiene a ser paralizante y en definitiva conservadora, pues invita a pensar que los problemas, como los organismos, se agotan por sí solos, y entonces para qué combatir por las propias ideas. Pero no se trata de eso, no se trata de eso. Se trata más bien –o al menos a eso apunta mi reflexión, en el marco de una cultura intoxicada por la actualidad periodística– de saber elegir los problemas, y no sólo las soluciones. Algo que no tiene que ver necesariamente, ni mucho menos, con las dimensiones de esos problemas, o con su generalidad, sino con su real condición de problemas susceptibles de ser solucionados, y no de construcciones retóricas que sirven para amparar posicionamientos dados.