Entre las servidumbres que no paran de añadirse a quienes desempeñan, con más o menos entusiasmo o resignación, el “grotesco papel de literato”, como lo llamó Ferlosio, se viene sumando, desde hace ya un tiempo, la de tener que fotografiarse con el propio libro entre manos, ya sea mostrándolo obsequiosamente, ya fingiendo leerlo. Parece que las campañas de promoción imponen este requisito. O a lo mejor es sólo que los fotógrafos de la prensa cultural, tan dados al sadismo, se vengan de este modo de la lata de tener que retratar a personas poco acostumbradas a posar, a las que no es fácil arrancar buenos planos. Claro que es mejor salir sosteniendo el propio libro que, como tantas veces, sentado en el suelo, o asomando el rostro por el vano de una puerta. Aunque lo que roza la humillación es lo que viene ocurriendo con cada vez más frecuencia: eso de tener que fotografiarse con el propio libro entre manos y, por si fuera poco, en grupo, rodeado de un buen número de escritores y escritoras asimismo provistos de su propio libro, que muestran al espectador con rostro más o menos satisfecho, más o menos apurado, más o menos desafiante, cuando no, en el mejor de los casos, haciéndose los distraídos.

Con motivo de la celebración del Día del Libro, en la festividad de Sant Jordi, la prensa catalana, y supongo que también la de ámbito estatal, ha publicado varias fotografías de grupo como éstas que digo. Supongo que si uno acaba de publicar libro y le importa “moverlo”, como suele decirse, no le queda más remedio. Entre los autores fotografiados distingo a algunos a los que conozco personalmente y que aprecio, y me sonrío pensando en la crónica que me harían, llegado el caso, de la sesión correspondiente. El diario La Vanguardia no sólo publicó la foto de rigor con un escogido grupo de escritores y escritoras (¡veintiuno!), todos con su libro, extravagantemente dispuestos sobre una gran tela de rojo carmesí, la mayoría sentados o medio derrengados sobre un simple almohadón, mirando hacia lo alto, pues el objetivo se hallaba situado en un piso superior; no contento con ello, el diario, para más inri, colgó en su web el making-of de la sesión, con los organizadores dando instrucciones.

Lo que roza la humillación es eso de tener que fotografiarse con el propio libro entre manos y en grupo, rodeado de escritores y escritoras asimismo provistos de su libro

La cursilería que suele desplegarse con motivo del Día del Libro alcanzó cotas inusitadas este año, después del paréntesis impuesto en 2020 por la pandemia, y supuesto el heroísmo que connotaba el celebrar la jornada a pesar de las restricciones todavía vigentes. Quien se llevó la palma en esta ocasión fue El Periódico de Catalunya, con titulares como “El mejor Sant Jordi de nuestras vidas” o “Sant Jordi alancea al covid”. Y así todo.

Pero les estaba hablando de esas fotografías que se hacen los autores con su propio libro. Una modalidad rebajada de ese exhibicionismo de los artistas modernos en el que Adorno reconocía “el gesto con que se exponen a sí mismos como mercancía”. Aunque en este caso sirviéndose del libro como coartada. Lo decía insuperablemente, a propósito precisamente del Día del Libro, el más patán y entrañable de los escritores españoles: “El 23 de abril es la prueba del algodón de los escritores. Estás con el pescado en el mostrador a ver si vendes algo”. Y cuando no es el Día del Libro, pues te haces la foto con el libro que acabas de publicar, convirtiéndote tú mismo en hombre-anuncio: esto es lo que hay, esto es lo que tengo, compre, señora, compre.

Hace ya mucho que ya no es con su firma, sino con su presencia y su figura como el escritor avala sus libros. A algunos santos cristianos se les reconoce, en las representaciones que se hace de ellos, por llevar entre manos el emblema de su martirio: un serrucho (san Simón), una parrilla (san Lorenzo), unos alicates (santa Águeda). Con los escritores y escritoras contemporáneos ocurre más bien al revés: se tiende a que sus libros sean reconocidos por llevar en la cubierta la foto de su autor o por aparecer fotografiados entre sus manos, como si fueran un atributo más de su personalidad, una manera de seguir dándose a conocer ellos mismos.