Con enormes trabajos, el 19 de diciembre de 1831, en Tebas, Egipto, a orillas del Nilo, se consiguió embarcar en el Luxor el gigantesco obelisco de 23 metros de altura y cerca de 240 toneladas de peso que hoy ocupa el centro de la Place de la Concorde de París. El Luxor había sido diseñado especialmente para su navegación por el Nilo, el Mediterráneo, el Atlántico y el Sena, a efectos de transportar el obelisco hasta la capital francesa. La travesía –una empresa delirante para la época– duró algo más de dos años. La llegada a París tuvo lugar el 23 de diciembre de 1833. Previamente, el barco había permanecido atracado durante cerca de dos meses en Ruan, donde atrajo la curiosidad de la ciudadanía. Es bastante probable que, entre los numerosos curiosos que se acercaron a ver la monumental carga, se contara la familia de Gustave Flaubert, quien por entonces contaba doce años. De lo que no cabe duda es de que, ya a esa edad, Flaubert había sido contagiado por la moda de la egiptología, que desde la campaña de Napoleón en ese país no había dejado de prosperar tanto en Francia como fuera de ella, en el marco de una generalizada curiosidad por Oriente, convertido entretanto en escenario favorito del imaginario europeo. El desciframiento de la piedra Rosetta por Jean-François Champollion en 1822 y el consiguiente desvelamiento de la escritura jeroglífica exacerbaron aquella pasión, que desde muy pronto prendió con fuerza en el aspirante a escritor.
En 1849, con veintiocho años de edad, Flaubert emprendería, en compañía de su amigo Maxime du Camp, un largo viaje a Oriente que lo llevaría primero a Egipto y desde allí a Palestina y Líbano, a Rodas, a Esmirna, a Constantinopla y a Atenas. Más de un año y medio se prolongó la expedición, que iba a jalonar decisivamente la biografía del autor de Madame Bovary. Las notas tomadas durante el viaje, así como las cartas que escribió a su madre y amigos (unas y otras traducidas al castellano), constituyen un documento indispensable para quien desea profundizar en la personalidad de Flaubert. Transmiten una extraña mezcla de frialdad y entusiasmo, de sensualidad y cinismo, de tedio y apasionamiento. Están llenas de curiosidades y de sorpresas.
El caso es que, al poco de llegar a Luxor, Tebas, en abril de 1850, Flaubert contempla el obelisco gemelo al que se hallaba ya en París. Pues conviene recordar que el virrey de Egipto, Mehmet Alí, había regalado a Francia, en 1830, tres obeliscos, dos de ellos erigidos delante de gran templo de Luxor. Francia sólo llegó a llevarse uno de estos dos. El otro –el que Flaubert contempla– permaneció en su lugar y fue devuelto oficialmente a Egipto por el presidente Mitterrand.
Las cartas de Flaubert transmiten una extraña mezcla de frialdad y entusiasmo, de sensualidad y cinismo, de tedio y apasionamiento. Están llenas de curiosidades y de sorpresas
Frente al obelisco que se quedó en Luxor se dice Flaubert: “El obelisco que está en París se encontraba apoyado contra el pilón de la derecha. Vociferando sobre su pedestal, ¡cuánto debe de aburrirse allí, en la Place de la Concorde, y echar de menos su Nilo! ¿Qué pensará al ver girar a su alrededor los cabriolés de la administración, en lugar de los antiguos carros que pasaban antaño al nivel de su base?”.
Muchas décadas después, Walter Benjamin parece preguntarse algo semejante y aventura esta melancólica reflexión, contenida en su libro Dirección única (1928): “Place de la Concorde: obelisco. Aquello que se grabó en él hace cuatro mil años se yergue hoy en el centro de la más grande de todas las plazas. Si se lo hubieran vaticinado entonces, ¡menudo triunfo habría supuesto para el faraón! Que el primer imperio cultural de Occidente ostentaría un día, en su centro, el monumento que conmemora su reinado. Pero ¿cuál es en verdad el aspecto de esta gloria? Ni una sola de las diez mil personas que pasan por aquí se detiene; ni una sola de las diez mil personas que se detienen es capaz de leer la inscripción. Así cumple cada gloria su promesa, y no hay oráculo que pueda igualarla en astucia. Porque al inmortal le ocurre lo que a este obelisco: regula el tráfico espiritual que ruge a su alrededor, y a nadie le sirve la inscripción grabada en él”.