Lo que sigue tiene lugar en el capítulo XVI de La Regenta de Clarín. Es la tarde del día de Todos los Santos. “Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.” Se avecina “otro invierno húmedo, monótono, interminable”. Las campanas de la catedral empiezan a sonar. No interrumpirán sus tañidos hasta medianoche. Ana Ozores se pone a hojear un ejemplar de El Lábaro, “el órgano de los ultramontanos de Vetusta”, lleno de “largos artículos que nadie leía”. Muerta de aburrimiento, se pone a leer uno. Está dedicado al recuerdo de los difuntos. Habla “de la brevedad de la existencia”. “¿Qué son los placeres de este mundo? ¿Qué la gloria, la riqueza, el amor?”. En opinión del articulista, “nada; palabras, palabras, palabras, como había dicho Shakespeare”. En este mundo –siempre según el articulista– “no hay que buscar la felicidad, la tierra no es el centro de las almas decididamente. Por todo lo cual lo más acertado es morirse”. Y así, el redactor del artículo –observa Ana Ozores–, que lo había comenzado lamentando lo solos que se quedan los muertos, lo concluye envidiando la buena suerte que tienen. “Ellos ya saben lo que hay más allá, ya han resuelto el gran problema de Hamlet: To be or not to be. ¿Qué es el más allá? Misterio”. Reconfortado por esta idea, el articulista desea a los difuntos “el descanso y la gloria eterna”. Y firma: “Trifón Cármenes”.
Es la fatalidad de la estupidez y no la cortedad o mezquindad del sentimiento la que determina la miseria y la vulgaridad que nos abochornan
“Todas aquellas necedades ensartadas en lugares comunes; aquella retórica fiambre, sin pizca de sinceridad, aumentó la tristeza de la Regenta; esto era peor que las campanas, más mecánico, más fatal; era la fatalidad de la estupidez; y también ¡qué triste era ver ideas grandes, tal vez ciertas, y frases, en su original sublimes, allí manoseadas, pisoteadas y por milagros de la necedad convertidas en materia liviana, en lodo de vulgaridad y manchadas por las inmundicias de los tontos…! ¡Aquello era también un símbolo del mundo; las cosas grandes, las ideas puras y bellas, andaban confundidas con la prosa y la falsedad y la maldad, y no había modo de separarlas!”
¿Quién no ha experimentado sentimientos análogos al leer cualquier día la prensa? Muy en particular cuando se trata de rendir homenaje a los recién fallecidos, momento especialmente propicio para manifestaciones de esta índole. En cada ocasión se pone en marcha, en la actualidad igual que en los tiempos de Clarín, la misma maquinaria de tópicos al uso, empleada por unos y otros con toda emoción.
Pero lo peor no es cobrar conciencia de la incorruptibilidad de esos tópicos, ni siquiera de la indecencia que muchas veces conlleva su empleo. Lo peor es cobrar conciencia de que uno mismo se ha servido de ellos más de una vez, embargado por esa misma emoción que les sirve de acicate y de coartada.
Volvamos con la Regenta, enfrascada ahora en la lectura de la elegía compuesta en tercetos con la que el tal Trifón Cármenes acompaña su artículo: “Ana veía los renglones desiguales como si estuvieran en chino; sin saber por qué, no podía leer; no entendía nada; aunque la inercia la obligaba a pasar por allí los ojos, la atención retrocedía, y tres veces leyó los cinco primeros versos, sin saber lo que querían decir… Y de repente recordó que ella también había escrito versos, y pensó que podían ser muy malos también. ¿Si habría sido ella una Trifona? Probablemente; ¡y qué desconsolador era tener que echar sobre sí misma el desdén que mereciera todo! […] Y lo peor no era que los versos fueran malos, insignificantes, vulgares, vacíos… ¿y los sentimientos que los habían inspirado?”.
Aquí comete Ana Ozores un deslizamiento característico. A la luz de la vulgaridad de sus logros poéticos, pone en cuestión el sentimiento que lo ha inspirado. Pero el sentimiento, cualquiera que sea, bueno o malo, nunca puede ser señalado como responsable de esa vulgaridad que lo expresa. Esta es producto de la indigencia moral o intelectual de quien la pergeña. De su oportunismo, de su fatuidad, de su exhibicionismo. Es la fatalidad de la estupidez, en efecto, y no la cortedad o mezquindad del sentimiento la que determina la miseria y la vulgaridad que nos abochornan.