Plagado como ha estado, el año 2021, de efemérides de grandes escritores (centenarios de Baudelaire, de Flaubert, de Dostoievski, etc.), parece razonable que no se haya prestado atención al 150 aniversario del nacimiento de Paul Valéry, el pasado 30 de octubre. Para celebrarlo con todos los honores, sin embargo, basta la lectura, altamente recomendable, de la biografía de Benoît Peeters recién publicada por Ediciones del Subsuelo. Valéry: tratar de vivir, se titula, y está muy bien traducida por Mateo Pierre Avit (vean el extenso comentario de Rafael Narbona en su blog “Entreclásicos”).
Valéry no sólo encarna el mito del escritor sin obra, sino también el del escritor sin biografía
De Valéry se publicó en Francia, no hace mucho, una monumental biografía que pasa por “definitiva”: la que en 2008 le consagró Michel Jarrety (Fayard). La de Peeters, mucho más breve, no pretende competir con ella. Propone un acercamiento más abocetado, más ensayístico también, más divulgativo. Lo cual es muy de agradecer. Confieso mi inhibición y mi fatiga ante el formato de biografía que ha impuesto cierto modelo norteamericano: esos centones de chorrocientas páginas minuciosamente documentadas, que proponen un acercamiento a la vida del escritor a escala 1:1, o poco menos. Cuánto más amable y llevadero es el modelo “europeo”, vamos a llamarlo así, que en Francia consagraron André Maurois y Henri Troyat –de quienes Peeters se revela buen heredero–, y antes, en Alemania, Stefan Zweig, entre otros.
Pero estábamos con Valéry y la biografía de Peeters, quien ya mucho atrás le dedicó una: Paul Valéry, une vie d’écrivain? (1989), de la que ésta nueva viene a ser una refactura.
Durante mucho tiempo, Valéry encarnó el mito del “escritor sin obra”, pues apenas publicó en vida un par de poemarios y un puñado de ensayos, prólogos y discursos, aparte de entregas escogidas de sus míticos Cuadernos. Hoy cuesta explicar cómo demonios logró, con tan poco, labrarse un prestigio tan grande entre sus contemporáneos. Al morir, en 1945, el general De Gaulle, gran admirador suyo, decretó funerales de Estado, y su ataúd fue llevado al Trocadero y aupado a un catafalco en una solemne ceremonia. Sólo Víctor Hugo había merecido antes tales honores. Pero cómo comparar la obra amazónica de Hugo con el gotero de la obra de Valéry.
Valéry, por lo demás, no sólo encarna el mito del escritor sin obra, sino también –como, a su modo, Borges, que tantas cosas comparte con él– el del escritor sin biografía. Sólo póstumamente salieron a relucir sus amores tardíos con tres amantes sucesivas, las tres mucho más jóvenes que él: Renée Vautier, Émilie Noulet y Jeanne Loviton. Estos tres amoríos, los tres complicados y dolorosos, encienden con brasas crepusculares los últimos años de una biografía que no sin motivos tendió a identificarse con la de Monsieur Teste, ese “animal intelectual”, ese “místico sin Dios”, esa monstruosa y fascinante criatura que Valéry mismo ideó con apenas 23 años de edad.
El mencionado Borges lo sugiere en la breve “biografía sintética” que le dedicó en 1937, cuando Valéry aún vivía: “Enumerar los hechos de la vida de Valéry es ignorar a Valéry, es no aludir siquiera a Paul Valéry. Los hechos, para él, sólo valen como estimulantes del pensamiento: el pensamiento, para él, sólo vale en cuanto lo podemos observar…”.
Pero la vida de cualquiera no sólo la integran sus “hechos”. Su intensidad, su tumulto incluso, pueden venir determinados por la abundancia y el dramatismo de sus pensamientos y de sus sentimientos. La biografía de Peeters contribuye a hacerse cargo de esto.
Asombra, en su relato, enterarse de las penurias que para Valéry supuso, durante la mayor parte de su vida, ganarse el sustento, cuidar a una mujer de salud enfermiza, sacar adelante una familia de tres hijos. Despertaba tempranísimo, a las cinco de la madrugada, para encontrar las horas en que vagabundear por su mente y destilar los millares de anotaciones que llenan sus cuadernos, cuyo caótico magma terminó constituyendo, no sin resignación, la gran obra de su vida. Le gustaban el sol y el mar Mediterráneo. Le gustaba nadar.
Peeters acierta a contarlo con humor, inteligencia y sensibilidad. Su libro es antes que nada una apasionada invitación a leer, a releer a Valéry, de cuya vida y obra propone un bien medido balance y una experta guía.