He leído, con más de un año de retraso, Desde dentro (Anagrama), de Martin Amis. Y qué bien me lo he pasado. Pocos meses atrás leí también, con mucho más retraso, Experiencia, título con el que Desde dentro forma un tándem más o menos memorialístico. La suma de los dos volúmenes resulta despampanante. Nunca he sido muy aficionado a las novelas de Amis, pero estos dos libros, genuinamente inclasificables, constituyen a mis ojos una felicísima aventura de la inteligencia, de la moralidad bien entendida.
Amis está cerca de cumplir setenta y tres años. Publicó Experiencia en el 2000, sobrepasados los cincuenta. Lo que uno –o al menos yo mismo– aprecia sobre todo en estos dos libros es la forma tan resuelta que tiene de afrontar y explorar su propia madurez, que en Desde dentro se aboca ya a una vejez inminente.
He aquí, me digo, un tipo que lo está haciendo bien, que sabe mirar atrás y recapitular sin perderse el respeto a sí mismo y a la vez sin dejar de reírse de sí mismo. Un tipo que aprende, que sigue aprendiendo. Que sabe sacar lecciones de las vidas y de las muertes de los demás, ya se trate de maestros (Saul Bellow, Philip Larkin, su propio padre, Kingsley), ya de su más íntimo amigo (Hitchens). Y que no sólo sabe sacarlas: también sabe darlas, sin remilgos.
Dejando a un lado la estéril y aburridísima discusión sobre su estatuto genérico, Desde dentro es, entre otras cosas, un excepcional libro de crítica literaria y, de paso, todo un manual de estilo. Un modelo de cómo hablar de textos, de libros y de autores sin cortapisas, sin prejuicios, sin solemnidad alguna. Con un desparpajo y una solvencia completamente exóticos por estos pagos.
Escritores y lectores por igual tienen aquí mucho a lo que dar vueltas, mucho sobre lo que pensar, ya sea a favor o en contra de los juicios y de las ideas siempre agudas que Amis no cesa de generar con toda tranquilidad, sin perder nunca el humor.
Quiero traer aquí una en particular, sobre la que no tengo del todo claro qué pensar. Tiene que ver con lo que Amis denomina “la extraña coidentidad entre escritor y lector”. Lo hace poniendo en juego un concepto muy fértil, en su polisemia, para referirse a un libro, a cualquier libro. Ese concepto es el de huésped, que el DRAE, recuérdese, define a la vez como “persona alojada en casa ajena” y como “persona que aloja en su casa a otra”. De esta ambigüedad, que el inglés mantiene, desprende Amis que –huéspedes ellos mismos respecto al libro– “lectores y escritores son en cierto sentido intercambiables”.
A lo que añade: “Cuando a Nabokov le pidieron que resumiera los placeres de la lectura, respondió que se correspondían punto por punto con los de la escritura. Yo, por mi parte, nunca he leído una novela que ‘me hubiera gustado escribir’ (lo cual supone a un tiempo cobardía e insolencia), pero, por supuesto, trato de escribir, invariablemente, las novelas que me gustaría leer. Cuando escribimos, también leemos. Cuando leemos, también escribimos. Leer y escribir es, en cierto modo, lo mismo”.
¿Lo mismo? Mi celosa conciencia de lector reacciona casi ofendida ante esta pretensión. Me viene a la memoria aquel brillante epigrama de Bob Pop: “Escribir es mentira, leer es verdad”. Cómo iban a ser lo mismo.
Y sin embargo, debajo del muy cuestionable sofisma de Amis, intuyo un prometedor sendero por el que explorar la extraña inversión operada de un tiempo a esta parte: la que hace que, por primera vez en la historia, el número de escritores esté superando al de los lectores. Puede que la clave esté ahí, qué demonios, en esa supuesta intercambiabilidad.
Seguiremos dando vueltas.