Siempre me ha asombrado el pormenor con que la industria del cine detalla los nombres de quienes, de un modo u otro, han participado en una película. Por breve y rudimentaria que ésta sea, los créditos finales suelen ocupar varios minutos durante los cuales se suceden decenas, centenares de nombres y más nombres, aparte de toda suerte de reconocimientos a empresas e instituciones.
Figurantes, ayudantes, asistentes, recaderos, porteadores, conductores de camioneta, vigilantes, servidores de catering, desenrolladores de cables... Se diría que basta haber pasado un rato por el rodaje echando una mano en cualquier tarea, así sea la de aguantar la escalera mientras el electricista repone una bombilla allá en lo alto, para que tu nombre salga en el interminable listado que desfila por la pantalla.
Se me ha ocurrido a menudo preguntarme por qué la industria del libro resulta, en comparación con la del cine, tan parca. Los créditos de un libro muy rara vez llenan una sola página
Se me ha ocurrido a menudo preguntarme por qué, a este respecto, la industria del libro resulta, en comparación con la del cine, tan parca. Los créditos de un libro muy rara vez llenan una sola página, en la que, aparte del depósito legal y el número de isbn, apenas se detalla el copyright del texto, el de la traducción o el del prólogo (cuando corresponde), el del diseño y/o ilustración de cubierta, más el nombre del taller de fotocomposición –no siempre– y el de la imprenta. Apenas media docena de datos en contraste con los –repito– centenares que abarrotan los créditos de una película.
Admitamos que la industria del cine es mucho más compleja que la editorial; que en una película intervienen muchísimos más profesionales y colaboradores que en un libro. Así y todo, esa diferencia cuantitativa no justifica la desproporción del criterio empleado en este asunto.
Pienso en un buen número de trabajadores editoriales cuyo nombre casi nunca suele constar en el libro en el que han colaborado. Desde el director editorial que ha tomado la decisión de publicarlo hasta el redactor de los textos de cubierta, pasando por el director de colección, el editor de mesa, el revisor de estilo, los correctores ortotipográficos, el maquetista... Por sólo detallar los oficios de quienes tienen una participación directa en la decisión de publicar el texto, en su contenido definitivo y en su concreta puesta en página.
Si se empleara un criterio tan amplio como el de la industria del cine, la lista podría alargarse con los nombres del informante editorial, del realizador de cubierta, de los técnicos de imprenta y de encuadernación, del proveedor de papel, por no hablar de la responsable de derechos, del becario, del chico de las fotocopias, del técnico informático, del mensajero que llevó las pruebas al autor...
Bromeo, claro. Sería un disparate emular en un libro la prolijidad sin duda disparatada de los créditos cinematográficos. Pero no lo sería en absoluto detallar algunos nombres que han puesto en juego su profesionalidad para conseguir que el libro en cuestión sea un producto mejor o peor acabado, tanto en los aspectos relativos a su contenido literario y estilístico como a su materialidad. Además de un acto de justicia, sería una manera de incentivar dicha profesionalidad, que quedaría contrastada por el resultado final.
Esta buena práctica la vienen ejerciendo algunos, sólo algunos sellos editoriales, por lo general pequeños. De hecho, el detonante de esta columna es un libro que estoy leyendo de la editorial andorrana Trotalibros: La guardia, una hermosa novela del poeta griego Nikos Kavadías. En una página de colofón (no propiamente la de créditos) se expresa el agradecimiento a todos los que lo han hecho posible: el autor y la traductora, los correctores, los diseñadores y maquetistas, todos ellos mencionados por su nombre, más “los trabajadores de la distribuidora Les Punxes y los de la imprenta Liberdúplex”.
Algo es algo.
A ver si cunde el ejemplo.