Vayamos de nuevo al diccionario. El de la RAE, sin ir más lejos. Busquemos el significado de feria. Primera acepción: “mercado de mayor importancia que el común, en paraje público y días señalados”.
Vamos bien.
Pasemos por alto, por sosa, la segunda acepción (“fiestas que se celebran con ocasión de un mercado”) y veamos la tercera: “paraje público en que están expuestos los animales, géneros o cosas para su venta”.
Bien, bien. Eso de “los animales”, en el caso que nos ocupa, podría sentar mal a algunos escritores, pero no hay por qué tomárselo al pie de la letra, o sí, pero en el buen sentido. Sigamos.
La cuarta acepción, algo gratuita, también funciona: “concurrencia de gente en una feria”. Vale. Y la quinta: “conjunto de instalaciones recreativas, como carruseles, circos, casetas de tiro al blanco, etc., y de puestos de venta de dulces y de chucherías que, con ocasión de determinadas fiestas, se montan en las poblaciones”. Una manera algo historiada y populachera pero en definitiva válida de describir el ambiente del Retiro de Madrid durante estos días.
La sexta acepción, de puro obvia, resulta casi redundante: “instalación donde se exponen los productos de un solo ramo industrial o comercial, como libros, muebles, juguetes, etc., para su promoción y venta”.
Aquí paramos, las siguientes acepciones carecen de interés.
Y bueno, la cosa queda clara, ¿no?
Nadie puede llamarse a engaño. O nadie debería. De modo que sobra tanta fraseología empeñada en encuadrar todo esto en el marco de la cultura, ya no digamos la literatura.
Por mucho que se trate de libros, la literatura es aquí una invitada más. Un “género” más entre los muchos a la venta. Entre los muchos del “ramo”
Ocurre justamente al revés: es la literatura, o más ampliamente la cultura la que, con ocasión de la Feria del Libro, se encuadra en el ámbito en el que se juega, si no su supervivencia, sí al menos su visibilidad y su eventual bonanza: el mercado. Pues no de otra cosa se trata, conforme a la terminología registrada: de “mercado”, de “público”, de “ramos” y “géneros”, de “venta” y “exposición”, de “productos”, de “promoción”...
Por mucho que se trate de libros, la literatura es aquí una invitada más. Un “género” más entre los muchos a la venta. Entre los muchos del “ramo”. Un género, por otra parte, que comprende surtidos de las más variadas calidades. Nadie ha dicho que las que se vendan más sean las de más alta gama, ocurre más bien lo contrario.
Allí donde el público se amontona, cabe sospechar que el producto tiene más salida porque es más barato, o más fácil de consumir, o más chillón y llamativo. O porque sale en la tele o lo publicitan los influencers.
A la feria se va a vender. Y la Feria del Libro no constituye, a los efectos, ninguna excepción, por mucha salsa que se le añada. Que la ocasión dé para unas cuantas mesas redondas, unas cuantas charlas y discursos de más o menos postín, unas cuantas proclamas y aleluyas a la literatura y sus héroes, está muy bien.
Ya en la Edad Media concurrían a las ferias titiriteros, comefuegos, predicadores. Pero de lo que se trata –y de ahí toda la fiesta– es de vender. Para el lucimiento personal y los concursos de belleza ya están los festivales. Otra cosa es que, habiendo prosperado una concepción de la literatura entendida como tráfico de almas, algunos autores, pensando muy legítimamente que han puesto su alma en los libros, aprovechen para venderse a sí mismos, para vender su propia alma.
Ya lo dijo Adorno hace ya mucho, en frase que me gusta citar: “El tan traído histrionismo de los artistas modernos, su exhibicionismo, es el gesto con que se exponen a sí mismos como mercancía”.
De eso también va la feria, también eso se va a comprar.