La escena tuvo lugar por estas mismas fechas, pero más de un siglo atrás, el 29 de diciembre de 1917. A Franz Kafka hacía poco que le habían diagnosticado tuberculosis. Tras solicitar una baja temporal en el trabajo, había ido a restablecerse a la aldea de Zürau, a la granja que trataba de sacar adelante su hermana pequeña, Ottla, su favorita.

Los meses que pasó allí se cuentan entre los más felices de su vida. Detestaba la perspectiva de regresar a Praga, pero, transcurrido un tiempo, tuvo que ir allí por unos días, para consultar con los médicos, presentarse en la oficina, ver a los amigos, visitar a la familia.

Lo peor, para él, era esto último, tener que alojarse de nuevo en la casa familiar, de la que siempre trató de escapar. Allí estaba su padre, ocupándolo todo con su personalidad avasalladora, bronca, imponente. Entonando una y otra vez las mismas monsergas, evocando una y otra vez las mismas historias, quejándose una vez más de sus hijos.

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Al día siguiente de su llegada a Praga, Kafka escribe a su hermana contándole el ambiente de la casa, el barullo constante, el modo en que su padre se refiere a ella como “la loca”: “¡Abandonar a sus pobres padres! ¿Qué trabajo hay allí ahora? Es muy fácil estar en el campo, donde se obtiene de todo en abundancia; alguna vez debería pasar hambre y tener verdaderas preocupaciones, etc.”.

“Naturalmente, todo esto apuntaba indirectamente hacia mí”, observa Kafka. Pues el padre atribuye a la mala influencia de Franz el comportamiento de Ottla. ¿Cómo iba a actuar de otro modo a la vista de los comportamientos “anormales” de su hermano?

“Anormales”, dice el padre, en referencia a la tendencia de su hijo a sustraerse de las responsabilidades familiares, a romper sus compromisos matrimoniales, a quedarse escribiendo hasta altas horas de la noche…

En este momento, Kafka, que venía soportando con resignación la diatriba paterna, opta por replicar:

–Lo anormal no es lo peor cuando lo normal es, por ejemplo, la guerra mundial.

Recuérdese: es diciembre de 1917. Hace más de tres años que ha estallado la Primera Guerra Mundial. Falta cerca de un año todavía para que llegue a su fin. Los partes de guerra, los llamamientos a filas, las noticias de familiares y conocidos caídos en el frente, o heridos de más o menos gravedad, se han hecho rutinarios. Las privaciones en el abastecimiento de Praga comportan estrictos racionamientos.

La normalización de atrocidades como la guerra de Ucrania y el genocidio en Gaza indica la anormalidad del mundo en que vivimos

A pesar de lo cual la vida sigue: las cartas de Kafka reflejan cómo continúan las actividades culturales, continúan publicándose libros (entre ellos, los del mismo Kafka), se fundan revistas, se estrenan espectáculos de cabaret, de teatro, de ópera; los cafés los merenderos, los balnearios, las estaciones de esquí, los paseos rebosan de gente… La vida sigue.

Habría mucho que decir sobre la actitud de Kafka hacia la guerra, sobre sus intentos de ser él mismo reclutado, sobre la escasa repercusión de la guerra en sus escritos (aunque no cabe olvidar que fue durante la guerra que Kafka escribió su escalofriante relato En la colonia penitenciaria).

En cualquier caso, esa réplica a su padre pone las cosas en su lugar.

La prolongación de la guerra, su normalización, no deja de ser la gran coartada, la gran licencia para todo cuanto resulta imposible comparar con su monstruosidad. Es decir, para casi todo.

Lo anormal, en efecto, no puede ser lo peor cuando lo normal es, por ejemplo, la guerra.

Pronto serán dos años de guerra en Ucrania, tres meses de genocidio en Palestina. En las orillas mismas de Europa.

La progresiva normalidad de estas atrocidades es el índice inequívoco de la absoluta anormalidad del mundo que aceptamos, que vivimos.