En mi anterior columna citaba unas palabras de Jaime Gil de Biedma que olvidé referenciar. Pertenecen a un artículo del año 1965, “De mi antiguo comercio con los héroes”, recogido en Al pie de la letra (1980). Los héroes aludidos son los que poblaban las lecturas infantiles de Jaime Gil. A propósito de estas, el escritor se revela poco partidario de dar a leer a los niños ediciones aligeradas de grandes clásicos de la literatura. Recomienda en cambio que lean los libros de aventuras escritos para un público infantil o juvenil, como eran en su época los del Capitán Gilson, Emilio Salgari o José Mallorquí Figuerola.

“Para leer Moby Dick, el Quijote o cualquier otro gran libro que los mayores a veces imponían a los niños, en ediciones más o menos expurgadas –escribe Jaime Gil–, tenemos por delante toda la existencia, mientras que para leer apasionadamente La pagoda de cristal, Los tigres de Mompracem, El Coyote o cualquier otra historia de aventuras que los niños lean ahora, sólo disponemos de poquísimos años. Quien los desperdicie, se habrá privado de la única profunda aventura de lector que a esa edad puede tener, y que sólo puede tener a esa edad; su experiencia literaria y su experiencia de la vida quedarán para siempre incompletas”.

Palabras que vienen a cuento en estas fechas en que, con motivo de la Navidad, se suele dar vueltas al asunto de los libros para niños y jóvenes. ¿Qué clase de libros regalarles?

El problema mayor supongo que lo constituye, como casi siempre, la renovación cada vez más acelerada tanto del imaginario infantil como de la oferta inmensa con que es tentado, sujeta encima a muy cambiantes fenómenos de publicidad y de moda.

Hasta hace relativamente poco, a una madre o un padre les cabía recomendar a su hijo el mismo libro que a ellos les había encantado cuando niños. Esta eventualidad, sin embargo, se va haciendo cada vez más improbable. Me basta, para concluirlo, acudir a una librería con la idea de obsequiar con un libro a alguno de mis sobrinos ya adolescentes. Termino siempre llevándome las manos a la cabeza al hojear el tipo de lecturas que, según la recomendación del dependiente, arrasan en el momento.

Aparte de libros protagonizados por perros y caballos (mis favoritos), consumí veranos enteros leyendo a Enid Blyton, Zane Grey, algún que otro Julio Verne...

No es que yo mismo pueda acreditar un gran historial como lector infantil/juvenil. Aparte de libros protagonizados por perros y caballos (mis favoritos), consumí veranos enteros leyendo a Enid Blyton, Zane Grey, algún que otro Julio Verne, junto a toda clase clásicos versionados e ilustrados.

De ahí pasé, sin solución de continuidad, a José Luis Martín Vigil, sin asomarme jamás a Emilio Salgari, a Guillermo Brown o a ese Capitán Gilson del que habla Jaime Gil. Ya ni digamos J. R. R. Tolkien, Robert Louis Stevenson, Joseph Conrad, Jack London, Alejandro Dumas, Rudyard Kipling, etc.

A estos últimos los repesqué siendo ya adulto, y algunos de ellos forman parte de mi más querido santoral literario. Pero siempre he añorado, mientras leía según cuáles de sus libros, no haberlo hecho a una edad más temprana, en que hubieran constituido para mí esa “profunda aventura” de la que habla Jaime Gil. ¿Debo pensar que mi experiencia literaria y mi experiencia de la vida quedarán para siempre incompletas? ¿O equivale la intensidad con que leía Aventura en la montaña, de Enid Blyton, a la que hubiera obtenido leyendo Kim de la India de Kipling?

No me parece que la calidad de la aventura leída preocupase gran cosa a Jaime Gil. Lo decisivo sería eso: vivir la aventura en el momento adecuado, antes de que ella envejezca para nosotros, o nosotros para ella.

Hay que ser respetuoso –lo veo cada vez más claro– con la edad que tienen los libros para nosotros. Tanto como con la edad que tenemos nosotros para los libros.