Durante sus años de exilio en México, a finales de los 70, el escritor argentino Héctor Libertella asumió la coordinación de las publicaciones de la UNAM, la Universidad Nacional Autónoma de México.
Él mismo recuerda así aquellos tiempos: “Todos vivíamos en frenesí. Aquello fue verdaderamente un delirio de grandeza azteca. Yo era el único argentino en pose de organizar a doscientos mexicanos. Tenía que hacer más de setecientas primeras ediciones por año y cuidar doscientas veinte colecciones para las distintas sesenta y tres facultades e institutos de investigación. Casi tres libros por día hábil, más de cincuenta proveedores externos, entre imprentas, encuadernadores y servicios fotográficos. Tanto era el caos y lo ingobernable que a veces los autores enviaban dos o tres originales de un mismo título y los tres se procesaban por distintas vías burocráticas, de manera que al poco tiempo yo tenía sobre mi escritorio tres ediciones simultáneas de un mismo libro, y ordenaba picar (destruir) dos”.
El pasaje da una idea de los peligros que, tantos años después, acechan a la gestión de las grandes multinacionales de la edición, con su insaciable tendencia a absorber cada vez más sellos. Los números de que habla Libertella difícilmente pueden impresionar a los altos ejecutivos de grupos como Planeta o Penguin Random House, por ejemplo.
Pero Libertella habla de una universidad nacional (¡y de México!), y por lo tanto de un programa de publicaciones desentendido hasta cierto punto de las dinámicas del mercado, lo cual lo altera todo y agudiza el sesgo kafkiano de su experiencia, aún más patente en lo que dice a continuación: “No había distribución en librerías. No había comercialización y bocas de expendio. Para la Dirección Utópica de Publicaciones de la UNAM no existía el mercado. Simplemente se imprimían libros que iban a dar a un enorme depósito que llegó a tener casi nueve millones de ejemplares apilados uno sobre otro. Como si el objetivo hubiera sido crear una biblioteca de Alejandría para asombro de las generaciones de un futuro remoto”.
Por delirante que parezca, un despropósito como este no es tan raro. Lo son únicamente sus dimensiones, pero no la mecánica que le da lugar. En España, sin ir más lejos, ministerios, diputaciones, ayuntamientos, fundaciones, bancos, empresas, instituciones de toda clase no cesan de publicar libros sin interés comercial que, pese a sus costes a menudo elevados, se amontonan en almacenes y sótanos. Es el caso de tantos libros conmemorativos o suntuarios, también –más tristemente– de tantos libros de poesía o de cuentos premiados en infinitos concursos convocados para lucimiento de las autoridades correspondientes y sus gestiones culturales.
Existe una sobreabundancia de libros que en absoluto se corresponde con la demanda de una masa de lectores que es incapaz de asumir una oferta que la desborda
El negocio de los libros, ya se sabe, asume de partida el exceso de su producción. Desde hace ya mucho, existe una sobreabundancia de libros que en absoluto se corresponde con la demanda de una masa de lectores que –por optimistas que sean las apreciaciones sobre su solidez y sus comportamientos– es incapaz de asumir una oferta que la desborda.
Por si fuera poco, se imprime una incalculable cantidad de libros que apenas aspiran a visibilidad alguna, tampoco a conquistar a sus hipotéticos lectores. Si alguien pudiera contarlos, su número nos estremecería.
Las citas de Libertella proceden de su peculiarísima y muy recomendable autobiografía, La arquitectura del fantasma, aparecida el mismo año de su muerte (2006) y que acaba de publicar en España un sello recién nacido, los tres editores, en lo que interpreto como un gesto programático del tipo de literatura por el que quieren apostar.
Irónicamente, la escritura de Libertella –paradigma casi de lo que se entiende por “autor de culto”– parece haberse nutrido de esa frenética experiencia como editor de la UNAM y trabaja no sólo desde la indiferencia respecto al mercado sino también con una paradójica y libérrima vocación de invisibilidad.