Con motivo de su publicación en español, dediqué una de esta columnas a recomendar una deliciosa novela de Richard Hughes, En peligro (1938; Gatopardo, 2017). Destacaba en mi comentario un pasaje de la misma sobre el que he vuelto más de una vez. Nos hallamos a bordo de un barco mercante que se ve envuelto en una especie de “tormenta perfecta”.

Con el humor y la excentricidad que le son propios, Hughes describe los pensamientos y reacciones de un buen número de tripulantes y pasajeros. En un momento dado, en medio del huracán, el jefe de máquinas, el señor McDonald, viéndose en peligro de muerte, recuerda a sus tres hijos y, lejos de enternecerse, le sale decirse a sí mismo, casi cabreado: “Valgo por diez de esos chavales”.

A partir de ahí, el narrador empieza a especular sobre la relación que cabe establecer entre el valor de un hombre y lo que cabe en su memoria. Y persuadido de que, en definitiva, “un hombre es la totalidad del contenido de su mente”, concluye que, por mucho que se suela lamentar menos, se pierde bastante más con la muerte de un anciano que con la de un niño: “Después de todo, ¿qué prefieres perder: una bolsa vacía o una que te has esforzado durante años en llenar?”.

Entre los borradores de su inacabada Historia de las guerras barcialeas, hay una anotación de Rafael Sánchez Ferlosio en la que, aunque de otra manera, también se asocia a la muerte el concepto de cantidad. En un asombroso discurso sobre el cuerpo, el alma y la mente, pretende un personaje que, “cuanto más arriba en la vida, más cantidad de muerte”. Y de ahí desprende que “la cantidad de muerte de un chacal es evidentemente mucho mayor que la de un pez”.

Esta idea de cuantificar la muerte resulta chocante de buenas a primeras, al menos formulada en estos términos, pero no deja de estar latente en la relación que mantenemos con ella. Sólo que la lógica empleada suele operar inversamente. Medimos el dramatismo de una muerte en función de la “cantidad de vida” que al que fallece le queda por vivir.

"El contenido de la vida de un anciano, de su mente, de su memoria, es un contenido real y a menudo rico en experiencia, en tanto que el de la vida de un niño o de un joven es sobre todo potencial"

Así lo hacemos conforme a un cálculo más o menos estadístico e impersonal. Lamentamos la muerte de un niño o de un joven en la medida en que lamentamos la pérdida de la vida que le quedaba por vivir, más que la vivida, muy escasa. Y a tal punto es así que, llegado el momento, a casi todos nos parece más razonable, en una situación de riesgo, preservar la vida de un niño o de un joven antes que la de un anciano.

Ahora bien, como se dice, no sin razón, el señor MacDonald, el contenido de la vida de un anciano, de su mente, de su memoria (en el supuesto, claro está, de que conserve la memoria y la lucidez), es un contenido real y a menudo rico en experiencia, en tanto que el de la vida de un niño o de un joven es sobre todo potencial y sustancialmente especulativo: en su caso lloramos por lo que pudo ser, no por lo que ha sido.

Puede antojársenos gratuito, e incluso inconveniente, abordar la cuestión de la muerte desde esta perspectiva —por así decirlo— económica. No lo es tanto si consideramos la tendencia de la sociedad en que vivimos a asignar a la vejez una condición de excedente o de residuo.

Es frecuente, a la muerte de un anciano, considerar un atenuante de la pérdida y del dolor que esa muerte supone el que haya vivido incluso más de lo esperable. Pero ¿lloramos menos la muerte de un alto y frondoso álamo centenario que la del pequeño arbolito que prospera a su sombra?