Image: Ópera moderna en la encrucijada

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Primera palabra

Ópera moderna en la encrucijada

4 octubre, 2000 02:00

No confundamos la velocidad -en los cambios y relevos de claves estéticas- con el tocino del oportunismo en un clima de desorientación, en el que se dejaba escapar a ese público tan esencial para la vida y perduración de la ópera como género

Una ópera que apruebe complacidamente una tanda de severos especialistas en ópera moderna -tampoco tantos- debe reconocerse que no la hace cualquiera. Hacen falta una capacidad y un dominio técnicos, que ningún músico consciente puede improvisar. Se necesita tener valor -además de un alto valor musical- para llevar adelante semejante propósito formal y genérico en estos tiempos, con lo que cuesta el montaje de una ópera en las debidas condiciones.

La ópera me apasiona, y me complace en grado sumo dirigir escénicamente alguna. De vez en cuando, debo señalar, para no morir a disgustos y broncas dignos del infarto. Esto, bien se puede suponer, pero en ello pongo toda mi atención y me comprometo de lleno. Hubo una época de aprendizaje en mi vida, en la que estuve en conexión profesional con dos grandes organismos operísticos, uno italiano y otro alemán. Dos estilos muy diferentes y el mejor modo de "aprender" ese género tan antiguo y tan humanístico. Puede haber óperas excelentes de todos los países y latitudes, pero si no se toman lecciones, desde Verdi y Monteverdi, hasta Mozart y Alban Berg, se pierde una clave esencial de la ópera. A la fuerza se tiene que pasar por ahí.

La máxima aspiración de la ópera es, no sólo comunicar, sino hacerlo exaltadamente para un público, en principio, muy vasto y general. El músico moderno se encuentra mucho más que el antiguo entre la espada y la pared, porque ha roto -y lo seguirá haciendo- con muchos códigos acostumbrados a una velocidad a veces inasimilable por la realidad concreta del espectador contemporáneo. Y con esto se arriesga a ser impopular y sólo aceptado por una minoría cada vez más exigua. "¡Hombre!" me digo, "¿qué artista quiere romper con el público, si no es un iconoclasta y un engreído despreciable?". Todo esto requiere una necesaria matización. En arte, como en todo, se puede llegar a extremos tanáticos y suicidas.

En aquel mi período operístico tuve la suerte de asistir a completos montajes de Mozart, de Verdi, de Janacek, de Britten, en un clima de euforia comunicativa absolutamente ejemplar. Ninguno de aquellos grandes músicos había roto con ese público, que era todo su pan y su sal. Una buena ópera nunca es un "latazo" para asombrar a no sabemos qué autoridades, tiene que "hacerse con el público" a toda costa, lo mismo si se trata de La vida por el Zar que de Moisés y Aarón. No les falta esa... "coquetería". Y de los que la hacen se puede decir lo mismo. Ponen toda su voluntad en gustarle a tirios y troyanos, en conquistarlos a trompetazos o a susurros impresionistas, con todo el fasto del mundo o con cuatro trapos.

En el Liceo de Barcelona apenas se tolera el montaje de óperas modernas por un público en extremo conservador. Y en Madrid... no se sabe qué puede ser de la misma experiencia, porque tampoco se trata de un público superior al de Barcelona. ¿Una ópera moderna? Nos van a "atormentar" se dice un cierto público, con triste superioridad.

No puede ser este el solo objetivo, sería completamente irracional. Que vengan, que escuchen, que miren y no se impacienten porque no están asistiendo por enésima vez al Trovador. Eso es también mucho empecinamiento cerril. Nadie debiera suponer a principios del siglo XXI a un músico moderno diciendo: "Miren ustedes, yo soy un artista tan exquisito, que mi principal objetivo en la vida, es ‘no gustarle’ a la mayoría". Pero "puede que se haya dicho" alguna vez en el transcurso del siglo anterior, como elemento de provocación, y en el pecado va la penitencia. En la música sinfónica occidental del siglo XX - y, por lo tanto, en la operística- ha ocurrido algo y en algún momento, que ha dependido más de un "bluff" propagandístico y espurio de minorías, en un clima de competitividad capitalista privada y en una guerra fría con el designio oriental y soviético, no completamente fallido, de hacer una música sinfónica y operística popular. Digo "no completamente fallido" y tal cosa se debe aceptar, porque ha dado óperas modernas excelentes, firmadas por Prokofiev, por Shostakovich y por tantos más. "Tan mal" no resultaba combatir el esnobismo occidental, que se estaba desorientando a puro libertinaje de salón, estrechando cada vez más su cotarro. Esta situación irrisoria hube de acusarla repetidas veces sin empacho y sin ser comunista, porque es -o ha sido- verdad. No confundamos la velocidad -en los cambios y relevos de claves estéticas- con el tocino del oportunismo en un clima de desorientación, en el que se dejaba escapar a ese público tan esencial para la vida y perduración de la ópera como género.