Image: Las palabras robadas

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Primera palabra

Las palabras robadas

18 octubre, 2000 02:00

Cuando la tradición asegura que el plagio sólo se puede hacer perdonar si va seguido de asesinato, se refiere sin duda a que, en esencia, no se puede plagiar el acto creador, sino continuarlo

En la mayor parte de las historias de impostores artísticos hallamos una vanidad desorbitada, acaso la desesperación dramática de alguien, incapaz e impaciente en la misma proporción, por aproximarse a la obra de arte, a ese instante que parece, desde Platón, tender un puente, con el doble nombre de verdad y de belleza, entre la divinidad y los hombres, entre la inmortalidad y eternidad de aquélla y la contingencia y temporalidad de éstos. Porque quien contrata a alguien para que realice por él un acto creador para el que no está dotado, suplantando la personalidad de otro, o mejor aún, pagando para que otro suplante la suya, está reproduciendo la pregunta de Lucifer: ¿Quién como Dios? "Yo", responde quien encarna para nosotros el Mal, y "yo" responden aquéllos que recurren a las palabras robadas. En principio el acto de plagiar y el de la suplantación de una personalidad artística o literaria no participan de la misma sustancia, aunque a menudo la realidad haya querido que fuesen juntos, y si bien hoy tanto uno como otro están sumamente desprestigiados, no son, de partida, actos enteramente reprobables, ni siquiera actos ajenos a la creación misma. En algún momento de Los complementarios, creo recordar, Antonio Machado confiesa sentir una gran admiración por Virgilio, "sobre todo", porque éste ni siquiera se había tomado la molestia de citar a todos los autores a los que había incorporado a sus obras. "Todo lo sabemos entre todos", le decía Giner de los Ríos a cierto rústico castellano de finales del siglo pasado, y uno de los más hermosos versos de Rubén apunta hacia la naturaleza compartida de la obra de arte: "Los mismos ruiseñores cantan los mismos trinos/ y en diferentes lenguas es la misma canción". En cuanto a los suplantadores o "negros" podríamos aportar un gran número de casos en los que éstos no sólo fueron explotados por alguien, sino que se sumaron gustosamente a esa explotación como parte fundamental de su formación artística. ¿No salían acaso de los talleres de los grandes pintores del Renacimiento y del barroco, firmadas por ellos, obras que habían sido pintadas enteramente por aprendices y oficiales? ¿No está llena la historia de la música de partituras de grandes maestros completadas u orquestadas por sus discípulos o sus amigos? ¿No plagió Stendhal los libros de otros sin el menor rebozo? Cuando la tradición asegura que el plagio sólo se puede hacer perdonar si va seguido de asesinato, se refiere sin duda a que, en esencia, no se puede plagiar el acto creador, sino continuarlo. Todo lo sabemos entre todos, todo lo pintamos entre todos, todo lo escribimos entre todos. Cierto que con estas ideas, la de "originalidad", en la que está basada buena parte de la estética contemporánea, queda seriamente en entredicho. Pero quizá, como nos muestran los versos de Rubén, no haya otra forma de acercarse al acto creador, sino con pasos de una misma estela, con modestia absoluta (conciencia de nuestras limitaciones) y con insobornable orgullo (conciencia de las obras que completamos). Por eso encontramos patético el plagio que no ha decidido continuar una obra de arte, es decir, completarla, sino suplantarla. Y en ese sentido todo plagiario es un negro de sí mismo. Ya que descubrimos que quien plagia, no persigue crear una obra de arte, sino reproducir o alcanzar a través suyo algo que le es enteramente ajeno a ésta: un éxito social, una reputación, un puesto prestigioso en la comunidad; y lo mismo quien contrata a quien ha de proporcionarle vitola de novelista, de músico, de historiador o de cualquier otra cosa. Y así, esos seres desdichados que acaban alquilándose un negro para su espurios beneficios, no lo hacen con el propósito de que éste les entregue un nueva Montaña Mágica, pongamos por caso, sino cualquiera de esos librejos con el que poder satisfacer unos apetitos bastante vulgares de dinero, de éxito o de reconocimiento. Por lo mismo que nada tendríamos que objetar de aquél que, como el pobre Pierre Menard de Borges, arrastrado por el amor de un libro, lleva a cabo con templada probidad y escrupulosa exactitud, la escritura del Quijote. Menard no persigue la autoría de este libro, y la gloria que de ello se derivara, sino haberlo escrito. A severísima pena fue condenado Prometeo por los dioses, cuando se probó su robo del fuego, y fueron injustos con él, puesto que lo había robado para restituírselo a los hombres. Si el plagiario, si el impostor, obraran con idénticas y nobles miras nadie podría condenarlos. Pero lo cierto es que no merecen, desde la literatura, más que nuestra piedad, porque acaso no saben todavía que las palabras, cuando son verdaderas y no para el comercio, a todos nos pertenecen por igual, y que aquello que ellos han creído robar, o aquello que han creído comprarle a tal o cual oscuro mercenario, no es en realidad más que la escoria de las palabras, la escoria del fuego sagrado.