Image: 25 años de desastre

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Primera palabra

25 años de desastre

La política cultural española

22 noviembre, 2000 01:00

Luis María Anson (foto M.R.)

El Prado, el Reina Sofía, el Teatro Real, el Instituto Cervantes son algunas muestras del fracaso de una política cultural deshuesada y exangöe. La basura audiovisual ha convertido además a la otra cultura, la popular, en un estercolero que apesta

Gracias a la iniciativa privada y a la genialidad de algunos de nuestros artistas, España vive hoy el esplendor de la cultura, desembarazada desde 1975 de las cenizas de la dictadura. Algunas entidades financieras, determinadas instituciones, no pocas fundaciones, varios grupos minoritarios independientes, impulsaron el renacimiento cultural en nuestra nación. El clima de libertad ha permitido, además, que la expresión artística haya superado el rebuzno dictatorial, las espaldas serviciales, los años inhóspitos.

Tras el reconocimiento de la situación admirable, incluso embravecida, de nuestra cultura, hoy, habrá que denunciar de inmediato que lo mucho conseguido en estos veinticinco años de libertad se ha hecho a pesar de la política cultural de los distintos Gobiernos de la democracia. El éxtasis artístico que nos sacude no puede oscurecer la realidad. La política cultural española ha sido un desastre sin paliativos a lo largo del último cuarto del siglo que ahora declina.

Adolfo Suárez, un político sagaz que tantos servicios rindió a la convivencia española y a la causa de la libertad, no se enteró nunca del significado profundo de la cultura. La política cultural de sus Gobiernos, salvo alguna excepción notable, no pasó de la serie audiovisual Curro Jiménez y del gesto novicio de postrarse de hinojos ante los intelectuales del exilio, lo mismo ante los de calidad, que ante los tórpidos y yertos.

Felipe González sí se dio cuenta de que España es una de las cinco potencias culturales del mundo e intentó la operación De Gaulle con el nombramiento de Malraux. Pero Semprún no era Malraux y, antes de ser designado, ya se había producido la absorción del ministro por el habilísimo Jesús de Polanco. González se sometió a la política cultural de "El País" que consistía y consiste en aborrecer cualquier manifestación de lo que sus dirigentes consideran la derecha y en elogiar hasta la náusea a "los nuestros". Podría parecer que "los nuestros" son la izquierda. Grave error. El sectarismo excluyente de "El País" sólo considera como "los nuestros" a una parte menor de la izquierda, la que ha aceptado, genuflexa, salvo contadas excepciones, las directrices del periódico. Aún más. El diario de Polanco nada tiene que ver ya con las ideologías. Se ha convertido en un negocio, sólo en un negocio, que ha comercializado la cultura, al margen de la calidad. Es bueno lo que vende, lo que permite ganar dinero. La izquierda, la mayoría de la izquierda, bramó de ira durante el felipismo contra la política áptera de González y la degradación de la cultura profunda. La izquierda auténtica y los independientes padecieron el verbo asnal de cierta clase política, la palabra yacente y entumecida, la cultura deshabitada. La verdad es que, durante algunos años, no existieron otros escritores, otros pintores, otros músicos, otros intelectuales que aquellos a los que "El País" otorgaba sus bendiciones. Era una dictadura catedralicia e insomne.

Frente a todo ello se alzó El Cultural. El reconocimiento del mérito allí donde se produjera, sin tener en cuenta las ideologías políticas, la exclusión del sectarismo y de las fobias personales, la denuncia de las campañas de silencio, el rechazo a la crítica desalmada y tórpida, la valoración justa de los creadores al margen del amiguismo, movilizaron a los sectores más vivos, más auténticos y originales de la vida cultural española en torno a esta publicación. "El País" perdió la aduana de la cultura. Fue una victoria insólita, todavía sin cicatrizar.

Filósofos, dramaturgos, músicos, científicos, poetas, ensayistas, novelistas, directores de cine, de teatro y de ópera, pintores, escultores, arquitectos creyeron que la política de Aznar iba a ser la de El Cultural y le abrieron un margen de confianza, hoy ya agotado. El balance de la gestión del actual presidente es tan positivo en las políticas económica, social, internacional, antiterrorista, que, si decide presentarse de nuevo, renovaría la mayoría absoluta en las elecciones generales. Pero, en las tertulias literarias y en los cenáculos artísticos, en los centros de estudio y en los grupos donde se vive la cultura real y se mueven los hombres y mujeres de prestigio y de altura se habla ya abiertamente contra el Gobierno. La ligereza, la improvisación, el todo vale, la ausencia de discernimiento para saber quiénes son los valores de importancia, han cuestionado la política cultural, tan enanizada y sorda, del Partido Popular, con la sola duda de qué harán los nuevos equipos nombrados este año. Ha renacido el papanatismo ante "El País", árbol a la vez del bien y del mal para los dirigentes populares. ¡Qué error rendirse ante un sector limitado de la izquierda intelectual, ante la maniobra camuflada de una operación que es ya sólo comercial! Hay que saber discernir quiénes son los verdaderos valores, estén donde estén, y abrir los espacios culturales a todos. El Prado, el Reina Sofía, el Teatro Real, el Instituto Cervantes son algunas muestras del fracaso de una política cultural deshuesada y exangöe. La basura audiovisual, postrada la pequeña pantalla ante el becerro de oro de la audiencia, ha convertido además a la otra cultura, la esencialmente popular, en un estercolero que apesta a todos.

Lo que afirmo en este artículo es lo que se dice en los círculos culturales más serios de la vida española. Pero la situación está bien enmascarada porque la iniciativa privada, las instituciones particulares, los dineros de bancos y cajas nos han situado en un momento de esplendor, a pesar de la política cultural de los sucesivos Gobiernos de la democracia. Los éxitos internacionales de nuestros poetas y novelistas, de nuestros pintores y escultores, de nuestros cantantes de ópera y nuestros directores de cine y, sobre todo las manifestaciones culturales que han convertido a Madrid y Barcelona, a Valencia, a Bilbao, a Sevilla, en capitales europeas de la expresión artística, disimulan los perfiles del desastre de la política cultural que, desde hace veinticinco años, padecemos.