Image: El peso de la palabra

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Primera palabra

El peso de la palabra

20 diciembre, 2000 01:00

A la menor ocasión deslizaba la palabra de marras tanto en los artículos que escribía para la Prensa como en pláticas privadas. A menudo se le oía hablar, viniera o no a cuento, de errores crasos, de ignorancia crasa, de tropiezo craso

A Valentín Rodero, una tarde que bajaba del apartamento donde solía redactar crónicas deportivas para un periódico local, le salieron al paso, en el portal del edificio, cuatro desconocidos de mala catadura. Uno de ellos se apresuró a encañonarlo con un revólver. Convencido de que era víctima de un atraco, Valentín Rodero, hombre de suyo dócil, hizo ademán de sacar la billetera que guardaba en un bolsillo interior de la cazadora. Sin tiempo de poner por obra el propósito, recibió una bofetada que le arrancó las gafas de la cara y le produjo un fuerte escalofrío de cobardía. No recordaba haber sentido nada igual desde los lejanos tiempos de su internado en un colegio de frailes.

Viéndolo aturdido y temeroso, uno con pinta de ser el cabecilla de aquella gente le tomó de un hombro y con suavidad en apariencia afectuosa lo llevó hasta un rincón iluminado por una lámpara de pared. Allí, después de devolverle las gafas y de alabar las excelencias de su estilo periodístico, le puso en autos sobre lo que de él se esperaba. Omitió declarar de quién o de quiénes procedía la orden que acababa de transmitirle. A Valentín Rodero, en su confusión, no le pasó por la cabeza preguntarlo. Bastante tenía con decir sí a todo y aguantarse las lágrimas. Una nota que el individuo le leyó a la luz de la lámpara resumía en los siguientes términos el cometido que se le asignaba: "Esta organización lingöística lamenta que el adjetivo craso esté cayendo en desuso. Usted, don Valentín Rodero, de profesión periodista, ha sido designado para velar durante los próximos doce meses por la vigencia y mayor difusión del susodicho vocablo en todas sus variantes de número y género. El fracaso en el cumplimiento de su misión redundará en prejuicio de la salud de usted".

Valentín Rodero, no bien se hubo quedado a solas, receló que le habían gastado una broma. En los días posteriores realizó algunas pesquisas, centradas sobre todo en Juanjo García, un compañero de trabajo con fama de gracioso; pero a la postre sus desvelos detectivescos no condujeron a ningún resultado. Cosa de una semana lo anduvo inquietando el recuerdo de los cuatro desconocidos. A la menor ocasión deslizaba la palabra de marras tanto en los artículos que escribía para la Prensa como en sus pláticas privadas. A menudo se le oía hablar, viniera o no a cuento, de errores crasos, de ignorancia crasa, de tropiezo craso. Alguien se lo afeó en público, y entonces él, advirtiendo que su conducta podía desagradar a los demás, decidió desentenderse de aquella obligación fastidiosa. Las consecuencias no se hicieron esperar. El mismo hombre que tiempo atrás lo había intimidado con un arma, lo paró en el portal y mediante unos cuantos golpes tan brutales como innecesarios le compelió a prometer que en el futuro pondría más celo en la ejecución de lo que se le había ordenado.

En aquel preciso instante Valentín Rodero entró en una espiral de angustia. Apenas pegaba ojo por las noches. Descuidó su arreglo personal, se alimentaba de mala manera, bebía más de la cuenta, enflaqueció, se volvió pálido, ojeroso, extrañamente locuaz. "Yo sufro mucho", le declaró una tarde, de manos a boca, a Juanjo García. Podía ocurrir a veces que, acometido de un ataque de pavor abriese la ventana más cercana y gritase a voz en cuello, hacia la calle, la palabra de sus pesadillas. Un vecino malévolo le replicó un anochecer, desde otra ventana, si se había hecho mahometano.

En poco tiempo, sus escritos, sus conversaciones telefónicas y sus cartas se infestaron de la palabra que se le había mandado propagar. No había crónica deportiva por él firmada que no llevase titulares del tipo: CRASA MIOPíA DEL áRBITRO, CRASO COMPORTAMIENTO DEL PúBLICO EN EL BERNABéU, LA CRASA ACTUACIóN DE LA DEFENSA HUNDIó AL CELTA EN LA SEGUNDA MITAD. A Juanjo García lo dejó anonadado un día en que le pidió, con mucho misterio, que cada vez que lo nombrase en presencia de los compañeros empleara el mote de Craso. él mismo lo adoptó como seudónimo, incluso en sus tarjetas de visita y en el rótulo de su buzón.

Transcurridos algunos meses desde la tarde en que había sido abordado por los cuatro desconocidos, Valentín Rodero recibió una misiva anónima que terminó de hundirlo en la desesperación. "Usted -leyó- no se esfuerza lo suficiente, usted es un traidor del idioma, usted..., mejor dicho, tú lo vas a pagar caro, canalla". Espoleado por el miedo bajó a proveerse de aerosoles en la droguería de la esquina y durante semanas se dedicó a pintarrajear paredes, marquesinas y hasta carrocerías de autobuses urbanos con la maldita palabra. No se detuvo ni siquiera después que un guardia municipal lo pillase manchando una lápida conmemorativa, en una fachada lateral del Museo de Artes y Ciencias, y lo castigase con una multa de abrigo. Por esas fechas, el jefe de redacción se enteró de que enredaba en los ordenadores de sus compañeros. Ni ganas tuvo de indagar con qué intención. Lo llamó al despacho y, sin dirigirle la mirada, le anunció el despido.

Pasó bastante tiempo sin que se supiera nada de él. Acabando el año, Juanjo García contó en la redacción que por casualidad había encontrado a Rodero en un pasillo de la Clínica Nuestra Señora de los Remedios. Iba en silla de ruedas, con la cabeza derribada sobre el pecho. El pobre ni hablaba ni escuchaba. La monja que lo llevaba había oído decir que aquel paciente había sufrido en otoño una caída cuando trepaba a un panel publicitario. ¿Trató quizá de salvar a un pajarito? Otra explicación no se le ocurría a nadie. La monja le susurró después a Juanjo García que de todos modos no le hiciera mucho caso porque no estaba segura; pero que, si le parecía importante averiguar lo que había ocurrido, preguntase al médico de turno, en la penúltima puerta a la derecha.