Image: La capacidad de juzgar

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Primera palabra

La capacidad de juzgar

14 marzo, 2001 01:00

El buen juicio comienza a ser políticamente incorrecto. Y me refiero a un juicio insobornable en referencia a la calidad: siempre subjetivo, siempre casuístico, o que jamás puede derivarse de ningún apoyo legal

¿Qué es, o en qué consiste, la capacidad de juzgar? ¿Qué misteriosa facultad de nuestra inteligencia es esa que mereció el título de una de las tres grandes obras críticas de Kant?

Este filósofo, uno de los más insignes de toda nuestra tradición, después de reflexionar sobre nuestro conocimiento, y su expansión en la ciencia y en la metafísica, y después de coronar su empresa con la exploración de la razón práctica, consagró una tercera pieza de esta trilogía crítica a esa facultad de marras. Luego algo importantísimo encerraba para requerir la tercera, y en cierto modo más madura, de su trilogía filosófica. Algo tan relevante como frágil y quebradizo.

Porque esa facultad puede, desde luego, ejercerse desde el amparo que puede proporcionarle el aparato legal; consiste entonces en la aplicación de la ley a un caso particular. El recurso a ejemplos jurídicos es constante en el muy escolástico y premioso estilo kantiano.

Pero no es ese el juicio que a Kant le interesa explorar. El que analiza en su última crítica carece de ese refrendo legal. Kant le llama "reflexionante". El sujeto se confronta, a través de ese juicio, con casos particulares. No abandona jamás el infinito espacio de la casuística.

Reflexiona, a través de un caso particular, consigo mismo, y como resultado de ello expresa una estimación (que puede ser acertada o desacertada). Sólo que no hay marco objetivo alguno que permita medir el acierto o el desacierto. Y sin embargo puede hablarse, a pesar de todo, de buen juicio. El que deriva de una suerte de experiencia probada y educación compartida. Se puede manifestar entonces el ejercicio de esa misteriosa capacidad de discernimiento que advertimos en el buen juicio.

Sostengo que se está perdiendo a pasos agigantados ese buen juicio que se efectúa siempre sobre casos singulares; y que da cuenta de lo que suele llamarse experiencia estética. Pero que, de hecho, no sólo se realiza sobre obras de arte, u obras literarias, sino que se puede dilatar hacia múltiples circunstancias y situaciones, incluidos los objetos de pensamiento, o las obras filosóficas.

Tal pérdida se debe, quizás, a muchos factores; educacionales, quizás; pero sobre todo ambientales. La suerte de capitalismo sin cortapisas en que vivimos alienta en todo, también en cultura y educación, a la promoción de objetos que responden a grandes índices de audiencia. La masificación no es hoy perceptible en forma de aglomeraciones o tomas callejeras, como sucedía en la época de entre-guerras que inició la reflexión sobre la sociedad de masas; hoy esa masificación es mental. Y la tiranía de la opinión pública se enseñorea también de los más codiciados objetos de la cultura (del arte, de la novela, del cine).

Por todas partes florece un Spielberg: la suerte de personaje habilidoso (y tramposo) adecuado a la situación, que responde perfectamente a la demanda masiva de amplios sectores de opinión, sin introducir entre ésta y lo que se le ofrece ninguna mediación crítica, o incluso produciendo una suerte de remedo de ésta que no resiste el juicio; el buen juicio. En cine, en filosofía, en poesía, en novela, sobre todo en novela: en todas partes hay personajes altamente reconocidos y reputados que responden a esta caracterización.

El mérito del libro Esquirlas, de Antonio Martínez Sarrión, consiste en ejercer esa facultad de juzgar de manera espontánea, con la naturalidad que da la independencia de juicio y el carácter despejado de una inteligencia que no se arredra en expresarse. Se va vertiendo a través de sus páginas sobre las más diversas circunstancias. Pero sobre todo sobresale en los momentos en que, de modo soberano, desafía con máxima discreción, pero con contundencia, la opinión pública compartida. Una opinión pública que se acata de forma genuflexa por inercia, por presión oficial, por la terrible influencia de los grandes poderes económicos que dominan la cultura en todos sus circuitos (en la producción, en la distribución, en la crítica, en los medios de comunicación).

Nos hace sentir el texto citado que nos hallamos acompañados; acierta a decir lo que muchos pensamos (y tan difícil nos resulta expresar, quizás por miedo, o por presión ambiental, o por influencia difusa de todos los poderes terrenales). Se vierten, así, con máxima libertad comentarios en los que resplandece el buen juicio: sobre Bresson y Almodóvar, sobre Spielberg y Walt Disney, sobre Hemingway y Faulkner, sobre la generación del veintisiete, sobre Cela y Valente.

Se comenta, por ejemplo, lo mal que ha envejecido Hemingway, y con él muchos literatos americanos de su generación; el sospechoso tonelaje intelectual y teórico de algunos de nuestros filósofos; el rematado mal gusto pictórico de Dalí; el carácter tramposo y condescendiente (de una "corrección política" que hoy es tanto más eficaz cuanto más desviada puede parecer) del cine del último Almodóvar; la connivencia entre premios Nobel nacionales que no resisten el relevo generacional (al estilo de Echegaray); o el lamentable nivel artístico del citado Spielberg, quintaesencia de todas las mentiras de nuestra época.

En el carácter extraño, raro, casi escandaloso de esos juicios (que a veces rozan la evidencia) puede advertirse hasta qué punto esa facultad (de juzgar) se está perdiendo. El buen juicio comienza a ser políticamente incorrecto. Y me refiero a un juicio insobornable en referencia a la calidad: siempre subjetivo, siempre casuístico, jamás exacto, o que jamás puede derivarse de ningún apoyo legal.