Image: Sociedades inteligentes, sociedades estúpidas

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Primera palabra

Sociedades inteligentes, sociedades estúpidas

28 marzo, 2001 02:00

Debemos repensar de nuevo lo que entendemos por cultura y por persona culta. La globalización, el mestizaje y las nuevas tecnologías lo exigen. La palabra sufre una gran crisis

La inteligencia o la capacidad creadora o el talento científico son facultades individuales, pero que crecen siempre en un contexto social. Hay sociedades que fomentan su desarrollo y otras que lo bloquean. Aquellas pueden llamarse "sociedades inteligentes" y estas "sociedades estúpidas". Una sociedad inteligente elige bien su sistema de valores, concede prestigio a los mejores, sabe admirar, mantiene una comunicación no sesgada, se empeña en comprender, es crítica pero animosa, favorece la innovación, fomenta buenos estilos afectivos, desprecia la zafiedad, estimula la autonomía comprometida. En resumen, amplía la cabeza y fortalece el corazón. Estos son los rasgos que caracterizan un alto nivel cultural. Como de él depende nuestra calidad de vida, a todos nos interesa vivir en una comunidad inteligente.

Para conseguirlo es preciso que se movilicen muchos protagonistas, a los que veo ahora un poco distraídos y a lo suyo. Cada uno de ellos -hombres de la cultura o de la educación, de la política o de la empresa, creadores o degustadores- tiene un papel que representar en esta gran obra. Hoy, que escribo en el suplemento cultural de un gran diario, me gustaría reflexionar sobre cuál podría ser su función de estos productos de la industria cultural en la configuración de una sociedad inteligente.

Los suplementos culturales sufren la tentación del ombliguismo autorreferente. Protagonistas de la cultura "cinco estrellas" hablan para los interesados en la "cultura cinco estrellas". No intentan ampliar el círculo, sino informar, halagar, interesar a los que ya están dentro. Es evidente que tienen que existir los elitismos estéticos, filosóficos, o científicos. Pero me parece que su lugar no está en los suplementos de los medios masivos de comunicación. Si un suplemento cultural consigue atraer tan solo a un veinte por ciento de los lectores de un periódico, debería replantearse su enfoque.

¿Quiere esto decir que han de rebajarse sus niveles de rigor o de calidad? Por supuesto que no. La calidad no es un criterio unívoco. Lo que es elogiable en una tesis doctoral puede ser detestable en un artículo de periódico. Lo que es bueno para Science o Nature puede ser malo para un periódico de gran tirada. Los profesores sabemos que para hacernos entender tenemos que acercarnos a donde están los alumnos. Mahoma tiene que ir a la montaña. No hay en ello nada degradante, sino al contrario, un proyecto grandioso. El gran humanismo, la gran cultura, han sido siempre expansivos, movilizadores, útiles en el buen sentido de la palabra útil. Todos queremos la democracia, pero tenemos que elegir entre una democracia estúpida o una democracia inteligente, entre la tiranía de los mediocres, la tiranía de los alquitarados, o el gobierno de las mayorías ilustradas, entre un empequeñecimiento de nuestras formas de vida o una ampliación de nuestras posibilidades vitales.
En este momento, debemos repensar de nuevo lo que entendemos por cultura y por persona culta. La globalización, el mestizaje y las nuevas tecnologías lo exigen. El mundo se ha hecho pequeño, vertiginoso y complejo. La palabra, centro de la cultura y de la inteligencia, sufre una gran crisis bajo la presión combinada de la industria de la imagen y de la informática. El reciente libro de Patricia Wallace Psicología en Internet (Paidós) proporciona datos contundentes. Parte importante de nuestros intelectuales son tecnófobos, lo que deja por omisión el campo libre a los tecnófilos furiosos. Pero hay algo todavía más importante en este debate. Hace poco George Steiner, en una entrevista que a mí me pareció dramática, decía que la cultura -la cultura cinco estrellas- no nos salva de nada. Harold Bloom dice lo mismo. La estética es un mundo autosuficiente y cerrado en sí mismo. Nadie ha sido nunca mejor por ser culto. Umbral, en su Madrid, tribu urbana, esa crónica de realismo espiritista tan bien escrita, me dirige una amable admonición: "El hombre no ha asumido su zoología, querido Marina, y esto nos llevará a la esquizofrenia, pero cada día escribimos mejor". Paul Johnson, en su libro Intelectuales, puño malvado en guante de terciopelo erudito, escribe: "Parece generalizarse la creencia de que los intelectuales no son más sabios como mentores ni más respetables como modelos que los hechiceros o sacerdotes de antaño. Comparto ese escepticismo. Pero yo iría más lejos. Una de las principales lecciones de nuestro trágico siglo es: cuidado con los intelectuales".

Si esto es así, algo anda mal. La cultura cinco estrellas se convierte en rareza para exquisitos y los museos y las bibliotecas en colecciones de talentos circenses. La vida va por un lado y la cultura por otro. Pero no tiene por qué ser así. Lo importante de la cultura es que amplía nuestras posibilidades de percibir, de sentir, de expresarnos, de comprender. Es la manifestación de la inteligencia creadora, que hace mucho con muy poco. Es la euforia de la libertad compartida. O esas creaciones hacen más sensibles, interesantes y perspicaces a las personas, y más brillante y rica la realidad, o son meros alardes de prestidigitación.

Una sociedad culta permite formas más nobles de vida, más bellas y más divertidas. Si los museos ayudan a eso, bienvenidos sean. Si no, sería sensato gastar el dinero en otras cosas. La beatería de la cultura cinco estrellas es estéril por su voluntaria marginación y peligrosa por su autosuficiencia. Creo que los suplementos culturales, más que una guía de la exquisitez para exquisitos, deberían ser una estimulante introducción a las grandes creaciones para todos los ciudadanos.