Primera palabra

El preceptor

18 julio, 2001 02:00

En Ignacio Solá-Morales la cultura humanística estaba perfectamente encarnada y personificada. Se desprendía de su propio modo de orientarse por la vida; del mismo modo con que en aquel viaje de nuestras primicias profesionales hizo posible recuperar el camino gracias a su conocimiento de las estrellas del cielo. Espero y deseo que en una de ellas siga viviendo su vida; o cultivando la cultura que formaba parte de su propia personalidad.

Me tentaba encabezar este artículo, en flagrarante apropiación, con el título del excelente libro de Cristina Fernández-Cubas, Cosas que ya no existen. Es, sin duda, uno de los más hermosos libros que he leído en los últimos tiempos. La literatura española halla en él una de sus mejores prosas actuales.

Me tentaba llamar a este artículo con esa expresiva denominación de tantas cosas que forman parte de nuestra experiencia, de la memoria de nuestra vida, pero de las que ya no hay testimonio en nuestro mundo actual. Pero al final me he decidido por el nombre que Cristina asignó, de una vez y para siempre, al amigo que hace poco nos dejó. Le llamó en cierta ocasión El preceptor. Pues también el preceptor forma parte de ese inventario de cosas que ya no existen. Nunca olvidaré la ocasión en que nuestro amigo fue nombrado, en ocasión de un viaje con Cristina, con mi hermano Carlos y conmigo, El preceptor.

Hace de esto muchos, muchísimos años, como en los cuentos de infancia. Hace quizás, si mi memoria no falla, 35 años. Volvíamos de Alcalá de Henares, donde yo me había inaugurado, literalmente, como conferenciante, en uno de aquellos viejos y entrañables "Congresos de Filósofos Jóvenes". Volvíamos Carlos, Cristina y nuestro amigo.

Volvíamos en dirección a Barcelona en coche, con la intención de pernoctar en Albarracín. En el curso del viaje nuestro amigo había dado pruebas suficientes de su conocimiento exhaustivo de todos los temas de conversación con que se iba cruzando. Y en ningún momento daba a su solvencia énfasis alguno que pudiera hacer pensar en el más mínimo asomo de deleite o pedantería. Y de pronto, en el trayecto, comenzó a anochecer; nuestro conocimiento del terreno que explorábamos era escaso. La carretera hacía tiempo que ya no mostraba asfalto; el camino de tierra y polvo se iba difuminando; corríamos el riesgo de extraviarnos.

Nuestro amigo, de pronto, ya en pleno anochecer, salió del coche y comenzó a orientarse por las estrellas en relación a la Osa Polar. Se puso en la mente de quienes trazaban las sendas, y pudo deducir el camino que podía y debía seguirse. Y en poco rato recuperamos el rumbo extraviado. De manera que en poco tiempo alcanzamos Albarracín. Siempre que hablábamos del amigo común, en conversaciones privadas con Cristina y Carlos, nos referíamos a él con el cariñoso sobrenombre de El preceptor. Su cultura humanística y enciclopédica, su profunda humanidad, su bondad personal, todo contribuye a hablar de él siempre con simpatía y consideración amistosa.

Yo compartí con él muchas cosas: casi la fecha de nacimiento, a finales de agosto, cuando se libraba la batalla de Stalingrado. El mismo signo del zodíaco (de la constelación Virgo); el mismo colegio de los jesuitas de Sarrià, en Barcelona; el mismo curso. Un destino peculiar hizo que compartiéramos la misma Escuela (de Arquitectura) durante muchos años; y conviviéramos, casi puerta con puerta, en el mismo Departamento, él en la Cátedra de Composición, yo en la de Estética.

En el inventario de Cristina Fernández-Cubas de esas cosas que ya no existen quiero, pues, introducir mi pequeña aportación. Ya no existe El preceptor; ya no existe esa persona querida capaz de mostrar, sin énfasis ni pedantería, una cultura enciclopédica que fue poniendo a prueba en su impecable trayectoria profesional como arquitecto y crítico de la arquitectura, como teórico y humanista, dignificando ese viejo oficio de arquitecto, el oficio de Eupalinos al que Paul Valéry hizo referencia en un célebre opúsculo (y que casi se confunde, en sus mejores expresiones, con la tradición misma del humanismo).

Este invierno El preceptor nos dejó. Se fue, quizás, a un mundo mejor; quiero creerlo; desearía suponerlo. Diez días antes de su muerte pude, todavía, conversar con él en una animada comida en la que me comunicaba sus ilusiones y sus planes. Diez días después me enteré, consternado, que Ignacio Solá-Morales había muerto. Con él se va una parte importante de mi vida; de nuestra vida; de nuestra cultura humanística. Porque la única cultura existente, por mucho que en ocasiones pueda pensarse que esa suerte de cultura enciclopédica, intenta y extensa a la vez, forma parte también de las cosas que ya no existen.

En Ignacio Solá-Morales esa cultura humanística estaba perfectamente encarnada y personificada. Se desprendía de su propio modo de orientarse por la vida; del mismo modo, y con la misma espontaneidad con que en aquel viaje de nuestras primicias profesionales hizo posible recuperar el camino gracias a su conocimiento de las estrellas del cielo. Espero y deseo que en una de ellas siga viviendo su vida; o siga cultivando la cultura que formaba parte, de manera tan excelente, de su propia personalidad.