Image: Diabulus in musica

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Primera palabra

Diabulus in musica

26 septiembre, 2001 02:00

Espido Freire vuelve a la novela con una historia de amor y misterio entre una mujer, un hombre y un fantasma. Es un triángulo amoroso donde la música tiene mucho que ver. Tanto como la ambición y el deseo. Y el diablo, que acecha las debilidades hasta obtener sus fines. Así comienza Diabulus in musica (Planeta), que estará la semana que viene en todas las librerías.

Cuando Balder vino a pedirme cuentas yo aún aguardaba desvelada entre los brazos de Christopher. Apareció en mitad de la noche, en la casa de Belgravia, que yo, por sus rododendros y sus hileras de rosales enfebrecidos, sabía de su preferencia. Levanté la cabeza y adiviné su sombra más allá de la ventana, una estaca oscura sobre el sendero de arena.

Cerré los ojos, y apreté los párpados para alejarlo, pero cuando los abrí de nuevo él ya se encontraba en la habitación, envuelto en las sombras del recoveco junto a la ventana. Quise advertirle, porque si se descuidaba podría pisar la ropa desperdigada y los cristales rotos, las huellas del último forcejeo entre Chris y yo, entre mi voluntad y mis debilidades, el desastre en el que se había convertido la casa y nuestra vida, pero no hizo falta. Conocía aquel cuarto, lo había recorrido conmigo en múltiples ocasiones, y continuó avanzando. Levantó la cabeza, fijó en mí sus ojos feroces, y aguardó a los pies de la cama.

Yo me incorporé, observé por un momento a Christopher, que continuaba dormido, indefenso bajo las capas de sueño, y me despedí de él. Sus labios cedieron levemente bajo los míos, y por primera vez dudé del calor de la vida, de si la sangre aún latía en mi beso, que no logró despertarle. Busqué las zapatillas bajo el borde de la cama y me acerqué a Balder. Sus manos blancas, de huesos transparentes bajo la piel lívida, cortaron el aire con algo de vuelo de ave y me atravesaron el pecho; sentí el latido de la piel al hendirse, la frialdad de un tacto de hielo que se abría paso entre mi sangre.

Luego, con un tirón, extrajo las manos de mi busto y me mostró lo que buscaba; era mi corazón, o tal vez mi hígado, y lo apretó hasta reducirlo a un polvo seco, que cayó poco a poco a sus pies, un serrín rojizo y muerto. No fue un precio excesivo por todo lo que me dio. Balder me trajo a Christopher, incluso a Clara: me prestó años de búsqueda, una felicidad pastosa y de malvavisco, confundida con muchas otras cosas, la liviandad, la insatisfacción, la nostalgia. Los viajes postergados, los deseos imposibles.

Pero ahora Chris vive en una casa rodeada de azahar insípido en San Diego, la misma que compartía con su mujer y su hija, Clara persigue mimos y nombres en las tardes lúgubres, o quizás haya sido devorada ya por ellos, y todo lo que conocí se ha desmoronado. Todo lo que deseé ha desaparecido.

Respecto a mí, estoy muerta. Todas las mañanas me levanto, me miro en el espejo y me dedico luego a recorrer la escuela. Mucho después de que los niños hayan abandonado las clases con las manos llenas de dibujos y de bocadillos que devoran o desprecian entre remilgos, termino mi trabajo y regreso al cuarto de baño a comprobar si el rostro que refleja el espejo continúa siendo el mío; pero estoy muerta. Mi vida se agotó hace tiempo, y ahora debo conformarme con esta rutina y esta existencia. Un fantasma en el colegio. Balder no hizo sino podar un esqueje muerto.

Sin preocuparme por evitar los cristales de la botella y las copas rotas le seguí hasta la calle. Las zapatillas eran inadecuadas para la ocasión, unas meras babuchas de raso crudo que Chris me había regalado, pero ya era tarde para reparar en ellas. Abrí la verja negra, y la tela de mi camisón se enganchó en las ramas de los arbustos, que habían crecido de manera indecente. No recordaba cuándo fue la última vez que Chris los había recortado, y de pronto la conciencia del tiempo pasado absorto en nosotros mismos tomó cuerpo y se convirtió en ramas nuevas y yemas rebosantes.

Hacía frío, y las nuevas farolas, que habían limpiado una semana antes, ya no conservaban el halo ámbar en torno a la bombilla, sino que iluminaban con una gélida luz azulada el camino particular y sus piedras endiabladas. Balder se volvió hacia mí.

-Ya no me quieres -dijo, y no cometí el error de confundir sus palabras con una pregunta.
-Me das miedo -respondí, frotándome los brazos desnudos y ateridos.
-Desaparece. Como el frío. Llegas a olvidarte de él.
Me miraba con los ojos fruncidos, con el desdén que ya casi no recordaba y que era capaz de traspasar carne y huesos.
-¿Y ahora? -pregunté.
-Ahora nada. El tiempo. Todo el tiempo del mundo.

Me dejó marchar. No me llevó consigo, sino que se perdió, a su manera taimada y habitual, entre las sombras: como se desvanecían bajo la luz cruda de las farolas los años pasados. Cuando amaneció, Chris aún dormía, y no supe si despertarle, si contarle o no mi sueño. Dos semanas más tarde estrenaba la obra, y en un par de horas, cuando abriera los ojos, le aguardaba una dura prueba: le atolondrarían los nervios, la prisa y los últimos detalles. Como en los ensayos importantes. No necesitaba negros presagios ni amenazas: las de la noche anterior habían resultado inútiles. Su ánimo se encontraba ya devastado por las dudas y el dolor.

Me levanté sin ruido, y contemplé los cristales y los bombones desperdigados por el suelo. Una gran mancha rojiza había empapado la alfombra, y por un momento recordé vívidamente mi corazón latiendo en la mano de Balder; pero no era más que vino derramado. Me dolían los cortes, y la cabeza iniciaba una jaqueca en sordina. Pensé en envolver las copas en un papel para arrojarlas a la basura; bajé de puntillas hasta la cocina y vi las manchas de los arbustos del jardín, que se definían lentamente bajo la luz.

Regresé a la cama. Tal vez me había equivocado. Poco a poco, como un hilo de aceite sobre la arena, con la misma insidiosa persistencia, me hice a la idea de que aquél no era mi lugar. Quizás en mi afán por encajar las piezas, por abrillantar y ordenar las razones y las causas había provocado más dolor del que nunca imaginé. Chris se giró. Entre su cabello dorado, esparcido sobre la almohada muy alta, tal y como a él le gustaba, vi un par de canas que habían escapado de su escrutinio diario.

ése fue el último día.

Esta historia ha sido contada de muchas maneras, en muchas ocasiones, pero nunca con dos fantasmas. Son dos, sin embargo, los que la originan. Ha sido abordada de muchas formas, en momentos muy distintos. Comenzaría un día de marzo, si de-seáramos respetar el tiempo del reloj y el orden de los sucesos. Para Christopher no llegaría hasta años después, en un invernadero, con un té acre y la azucarera tambaleándose en un extremo de la mesa vacilante. A Clara la capturó antes, rozándola apenas, porque, al fin y al cabo, otra era su vida y otra su historia.

Mikel sí sabría el inicio, sí sería el más fiel custodio del origen que me he esforzado por reconstruir, pero lo guardó celosamente, y no dejó sino pedazos que necesitaban una mente más hábil que la mía para ser interpretados. Y tiempo. Todo el tiempo del mundo. El que poseen los enamorados que viven fuera de sus leyes, los jubilados que ven pasar los días y los muertos.

Para mí esta historia, como casi todas, comienza en mi adolescencia. Como casi todas. Aun para las personas más grises, a las que lo extraordinario no rozó nunca, las horas luminosas, la depresión más inexplicable, los días extraños transcurren en ese tiempo; pero no es mi versión la interesante, no muestra sino confusión, manoteos de ciego, acordes inconclusos; piezas rotas. Comenzaré por tanto esta historia cuando Chris la conoció, porque él es, de todos ellos, el fragmento esencial, el que vincula. El que cree tener la razón.

Dos días después de la fiesta de Clara recibí una nota de Christopher. Supe qué me decía antes incluso de trizar el sobre blanco, con la inicial impresa, antes de contener el aliento y separar los dedos para leerla; deseaba volver a verle con tanta intensidad que cualquier excusa digna me hubiera hecho correr a su encuentro. Si no lo hice, fue porque no la encontré.

Una breve llamada de teléfono hubiera sido más efectiva, libre de la carga sentimental del correo, pero yo no tenía teléfono en casa: cuando lo necesitaba, bajaba a la cabina cercana, y cuando querían darme un recado urgente avisaban a Clara, que se encargaba de localizarme, con esa curiosa habilidad para encontrarse con las cosas que en ella era natural. Durante los días posteriores a la fiesta yo me paseaba por la casa con la certeza de que el tiempo estaba cercano, y de que los deseos, acallados a lo largo de los años, estiraban los dedos para alcanzar lo que yo anhelaba.

Elegía ropa, y luego la desechaba, me preguntaba qué podría gustarle más, pensaba en disfrazarme de otra persona, y me tironeaba del pelo para alisarlo y para que brillara. Reconstruía cada una de las frases que habíamos dicho, buscaba interpretaciones nuevas, y sonreía al aire, como si estuviera poseída. Quedaba atrás la especulación y los planes cuidadosamente trazados, y sentía el alivio de intuir que el sueño podía cumplirse, que el paraíso era posible, que para lograr las cosas bastaba con creer en ellas. Me había transformado de nuevo en una niña.