Image: Guerra y paz

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Primera palabra

Guerra y paz

26 septiembre, 2001 02:00

Creemos vivir en un único mundo, cuando en realidad no es así. Puede decirse que "cada vida es un mundo". Wittgenstein quería escribir un libro que se llamase "el mundo tal como me lo he encontrado". Se habla de mundos profesionales, deportivos, o del mundo del espectáculo. Y hemos estado acostumbrados a la distinción, según la jerarquía de poder y la riqueza de las naciones, entre tres o cuatro mundos (aunque algunos analistas piensan que hoy sólo existe el primer mundo y el cuarto).

Hay, desde luego, muchas líneas divisorias que permiten diferenciar mundos opuestos; o mundos que resultan incompatibles, o inconmensurables. Las medidas que rigen en uno de ellos se modifican drásticamente en el otro. Pienso en la salud y en la enfermedad; no son dos estados posibles de la misma persona; son sobre todo dos experiencias radicales, difícilmente comunicables. Son propiamente dos mundos; pues "mundo" siempre hace referencia al marco en el cual tiene lugar una suerte específica de experimentación de lo que sucede. Y el sano y el enfermo (sobre todo si es enfermo grave, o de pronóstico reservado) viven en dos "mundos" nítidamente diferenciados.

Y lo mismo sucede con la guerra y con la paz. No se trata de dos modalidades accidentales de convivir, o de insertarse en la propia localidad y territorio. Se trata de dos experiencias nítidamente diferenciadas, en las que rigen diferentes valores, distintos y hasta opuestos patrones de medida, e incompatibles formas o estilos de vida.
También la guerra tiene, como la paz, su propia cotidianeidad; pero es una vida cotidiana "en estado de guerra".

El horror y el heroísmo, lo mismo que la cobardía y la temeridad, aparecen de repente en el horizonte vital de un modo mucho más apremiante que en tiempos de paz. Todo adquiere un carácter provisional; la vida acelera su pulso, o se dilata en atemorizantes esperas; el sentido del tiempo se modifica radicalmente; lo lejano aparece mucho más lejano; lo cercano, mucho más cercano. Hablo sin experiencia; pertenezco a una generación, europea, occidental, que no ha vivido nunca en estado de guerra. Hablo un poco a ciegas; pues sólo de lo que se tiene cierta experiencia, por escasa que sea, puede hablarse con propiedad, sobre todo si se trata de hablar de temas de esta importancia.

Recuerdo un mes en la sección de enfermedades infecciosas en el Hospital Clínico de Barcelona, donde se intentaba localizarme unas fiebres exóticas contraídas en un viaje a Egipto. Recuerdo lo que pude vivir y observar en ese mundo tan distinto y distante del paisaje de la Salud. Cambió el guión de mis sueños; inevitablemente se deslizaban hacia el género Pesadilla. Larvas humanas me asaltaban en la oscuridad, en una mazmorra del palacio, como en la impresionante escena en que el protagonista atraviesa la cárcel de los leprosos en la excelente película del gran Fritz Lang El tigre de Esnapur. Larvas humanas me rodeaban al despertar; yo mismo era, esos meses, un aspirante a personaje de novela de Samuel Becket.

No sabemos lo que es un estado de guerra permanente; y puestos a no saber, ignoramos qué clase de guerra puede ser ésta que se nos anuncia; una guerra que rompe todos los códigos de la guerra convencional, incluida su forma extrema y final, la guerra atómica; ésta, que compuso nuestra formación en asuntos de drôle de guerre, fue algo así como el acorde final de una larga historia de la especie humana en lo que más le ha caracterizado desde su aparición: la omnipresencia de la guerra como su estilo propio de vivir y convivir.

Quizás sea verdad lo que decía Foucault: la política es la guerra con otros medios (ingeniosa inversión de la célebre frase de Klaussewitz). Pero nada sabemos de esas guerras sin adversario reconocido. O que sólo puede por conjeturas adivinarse. En la guerra que se avecina no parece regir la canónica distinción de Carl Schmitt entre el inimicus y el hostes. Para este pensador la localización del hostes permite promover una comunidad al rango de ente político soberano; éste puede entonces declararle la guerra. Pero puede ahora producirse un encadenamiento de formas bélicas en que esa solemne declaración aparezca siempre en la penumbra.
Ya que tanto se habla en ciertos ambientes de deconstrucción, lo primero que se impone a políticos e ideólogos es deconstruir la palabra Terrorismo. Es un signo visible de nuestra impotencia semántica y terminológica, por mucho que los efectos de ese incógnito ( = x ) sean terribles y dolorosos. Es en todo caso un expediente semántico que cubre, como los Géneros Supremos de Platón, un sinfín de despliegues arbóreos, o de ramificaciones insólitas e inesperadas.