Image: Todo es verdad, porque es inventado

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Primera palabra

Todo es verdad, porque es inventado

14 noviembre, 2001 01:00

En 1918, de vuelta de Cambridge, el filósofo escribe el prólogo de su libro. Nos encontramos en Viena. Después de aquella guerra, ahí no van tan mal las cosas, también en Viena hay movimiento.

El filósofo se llama Wittgenstein. Y, como digo, acaba el prólogo de su libro. En Viena, en el año 1918; y dice: "En cambio, me parece intocable y definitiva la verdad del pensamiento aquí expuesto". Y más adelante añade: "Soy por tanto de la opinión que, en lo esencial, he resuelto definitivamente los problemas". En realidad, este filósofo tan convencido de su saber, no sería un mal personaje de novela. Escribe el prólogo de su Logisch-philosophische Abhandlung, que, curiosamente, aparece más tarde en todas partes bajo un título en latín, Tractatus logico-philosophicus.

Pero hoy no quiero ocuparme de ese prólogo ni del tratado que encabeza. Hoy sólo quiero mencionar una proposición del Tratado de Wittgenstein. La proposición en la que se dice categóricamente: "De lo que no puede hablarse hay que guardar silencio". ¿Acaso no es la literatura el intento mismo, el deseo e incluso la pasión de hablar y escribir sobre lo silenciado, lo reprimido y lo indecible? De lo que no puede hablarse porque está prohibido o reprimido, de eso es de lo que hay que escribir. Sobre eso, uno no debe callarse en absoluto.

Por supuesto, yo no sé qué diría el escritor austríaco Norbert Gstrein sobre esa proposición de Wittgenstein. A pesar de haber estudiado también lógica y matemáticas, Gstrein no me parece tan cortante y decidido en relación con el carácter intocable o definitivo de sus pensamientos. Sobre ella, sobre esa proposición de Wittgenstein, quizá Gstrein no querría pronunciarse. Pero a mí me parece que su literatura ofrece un comentario a ella. Sus libros son una respuesta a esa proposición. Hace unos meses Gstrein dijo en una conversación con la Prensa, hablando de Los emigrados de W. G. Sebald, que éste había encontrado un lenguaje exacto para el tema del exilio: "Un lenguaje para la pérdida y la desaparición". La creación y el desarrollo de semejante lenguaje - aquel lenguaje que Wittgenstein condenó al silencio- me parece a mí el primer y más serio quehacer que Gstrein ha escogido. Este lenguaje está actuando desde sus primeras narraciones, Einer (Uno, 1988) y Anderntags (Al día siguiente, 1989); este lenguaje destruye los modismos y rutinas lingöísticas convencionales para exponer, en la fabulosa luz de lo expresado, aquello que parecía condenado al silencio -o sea, a la pérdida y la desaparición-; a pesar de que, posiblemente, se trate de una luz ambigua e incluso escindida.

En sus primeras narraciones Gstrein ha investigado los milagros y secretos de la vida diaria y los ha descrito de forma extraordinaria. También las heridas de la vida diaria. ¿Existen milagros sin heridas? Ha dado voz a las personas marginadas de las aldeas de las montañas austriacas, las he rescatado de la desaparición. Y, lo que es probablemente más importante, las ha justificado, a pesar de su aguda y delicada crítica interna.

Con la novela Los años ingleses (Tusquets) se produce un cambio en su obra. No una ruptura, eso seguro que no. Pero sí una ampliación, una profundización de los temas. Sobre esto ha dicho Gstrein: "Hubo un tiempo en el que no se hablaba del holocausto, y hubo un tiempo, o lo hay todavía, en que de repente se trató este tema hasta la saturación. Ahora quizá sea posible encontrar una vía para ocuparse de él en forma adecuada".

Sería verdaderamente hermoso, verdaderamente estimulante que en la literatura de lengua alemana se inaugurase y recorriese esta nueva vía. Espero, e incluso sospecho, que Los años ingleses serán un signo de ello y que contribuirán a ello. Pues nos hallamos en una situación histórica especial. Pronto ya no habrá testigos. Testigos vivos. Nadie más quiere conservar como recuerdo personal, como vivencia íntima, el humo y el olor del crematorio. Nadie más, por lo tanto, quiere saber de los campos de concentración. Quiero decir: saber con su carne y su sangre.

Por eso sería hermoso que las narraciones, las novelas, las obras de teatro, las piezas musicales y otras creaciones artísticas ocuparan el puesto de los testimonios. En estos momentos necesitamos autores jóvenes que con coraje desacralicen la memoria de los testigos, el carácter autobiográfico de los testimonios. En estos momentos, la memoria y el testimonio pueden y tendrían que convertirse en literatura. Ahora debería poder decirse, como dijo Boris Vian: "En este libro todo es verdad porque yo me lo he inventado".

Para acabar, vuelvo al tratado de Wittgenstein. Pero no porque yo tenga abierta una cuenta personal con Wittgenstein. Se trata, simplemente, de una cuestión filosófica. Pues en el Tractatus, Wittgenstein escribe: "La muerte no es un acontecimiento de la vida, la muerte no la vivimos". Yo ya conocía esta frase antes de mis experiencias en el campo de concentración de Buchenwald. Ya entonces había calificado de superficial esta afirmación. Por supuesto, la muerte no puede ser un acontecimiento de la vida, tampoco una experiencia de la pura conciencia. Siempre será una experiencia mediada, conceptual; la experiencia de un hecho práctico, social. Sin embargo, detrás de esta evidencia extraordinariamente pobre sólo se oculta una banalidad tautológica. De hecho, la frase de Wittgenstein tomada en sentido estricto debería decir lo siguiente: "Mi muerte no es un acontecimiento de mi vida. Mi propia muerte yo no la vivo".

(Traducción de Christina Sánchez Pascual)