Image: Hora apagada (Madrid)

Image: Hora apagada (Madrid)

Primera palabra

Hora apagada (Madrid)

por Juan Ramón Jiménez

28 noviembre, 2001 01:00

En los días nublados de polvo y viento, se ve mejor -peor- esta miseria. Moles espantables -conventos, colejios de frailes, conventos, colejios de monjas, conventos- de ese ladrillo basto, ocre, sucio, lujo último del adobe sucio de la Mancha, que ciega los ojos del sur, acostumbrados a la cal azul, malva, rosa, de miseria y tristeza. Suelen adornarlo de negro pintando con alquitrán en los cantos salientes símbolos: cruces, escudos, letras. Después el hierro barato y la madera mala se tornan de su color también y todo se queda como los que viven dentro.

Los hospitales y las cercas de los cementerios -como es barato- son también de él y Madrid entero parece así.

No la cal, porque el cielo de Madrid no tiene la lijereza del cielo del Sur, para fundirse en transparencias polícromas, en la blancura mate (Pío Baroja que ha visto deprisa, como lo ve todo, a Sevilla dice en... que los matices son del Norte y que Sevilla es o ... o gris. ¿Qué sabe Baroja de una sombra, de una penumbra de Andalucía? Es al contrario. En el norte el ambiente de vapor de agua, neutro, satura los colores. Basta ver en un día nublado los anuncios, los coches de punto, los trajes de mujer, todo lo que ostente un color vivo detona. Lo rico del color, el matiz está en las trasparencias meridionales. ¡Esas calles de cal, malvas, rosas, verdes bajo los cielos inefables!). Vivo el ladrillo rojo y el granito, material definitivo para este ambiente, o el ocre limpio y cerca de los Jerónimos, que con el verdor perene forma esos macizos de eternidad, rincones únicos en la miserable frialdad de este pueblo, desván de polvorientos baúles amontonados.

Ahora, en el verano, el pobre verdor que parece bañarse en tierra, completa la mi seria de estos antros convexos de hombres negros, y mujeres negras, que machacan el Paraíso de ellos con la tierra miserable de sus botas sucias.

(1916-1920)

No es hastío de la vida, ni afán de otra cosa. Nada. Parece todo como desligado de mí, como si yo no tuviera poder ni dependencia de nada. Las mismas cosas mías me parecen estrañas y sin suficiente interés para mí... Y sin embargo, estoy a gusto, tranquilo, contemplando largamente, como una gloria, mi antemí ajeno, sin prisa ni cansancio.

Miro cómo esa familia merienda prolijamente en su hondonada; cómo ese niño y ese perro se revuelcan gustosos en la yerba; cómo pasa el lechero con sus latas; cómo sale el humo de esa chimenea; cómo descuelga la ropa esa monja; cómo ese guardia civil galantea con esa criada; cómo esa nube fea se eterniza; cómo esa niña se va comiendo su pan; cómo ese farolero va encendiendo las farolas de gas del camino; cómo pasa ese coche lejano; cómo salen las estrellas...

Ningún vínculo me ata a mí. Ahí está esa carta cerrada, ese libro sin leer, ese retrato sin mirar. Y no comprendo ningún signo de lo que me rodea: sillas, papeles, cuadros; ni me importa comprenderlo. ¡Qué bien, en este mí, que no soy yo, solo en un mundo que no es mío, más lejos que nunca de la vida, observándola tan de cerca, igual que en una muerte que viera la vida como una máquina de sentidos!

****

El ocaso está sordamente rojo; roja opacamente tu alcoba al jardín. Brillantemente rojo el cristal de tu balcón, entre tu alcoba y el ocaso.

Pero no sé de qué está más rojo el cristal, del ocaso rojo donde flota mi ideal desnudo, o de tu alcoba roja en donde reposas, desnuda, tú.


****

Estoy mirando estas húmedas violetas primeras con sol poniente, no como si las estuviera mirando ahora, sino como si hiciera ya cincuenta años que yo, vivo aún y otros en mí, Goethe y Mallarmé, las estuvieran viendo, pensando en ahora.


****

Quién eras tú, dime, ¿por qué me pareciste mía? ¿Cómo comprendí la mirada de tus ojos y la sonrisa de tus labios, que tanto tiempo miraron y sonrieron sin que mi alma lo supiera? ¿Quién eras tú, dime, que tornas a la nada del olvido, tras el mediodía de nuestro amor?

¿Cómo me pareciste, un instante, el mundo? ¿Cómo tu esqueleto frágil, vestido con las formas de la juventud, de los colores de la alegría, levantó en su seca amarillez la banderola única de mi alma? Dime, ¿por qué me pareciste mía?

La primavera nueva de mi vida ¿cómo se borró por ti? ¿Por qué fuiste el sol del jardín y el olor del viento? ¿Cómo me dejaste ciego a toda la pureza del mundo? La puerta eras de la aurora. Cerrada tú, era la sombra sin sentido. Dime, ¿quién eras tú?


****

La próxima semana la editorial HMR publica, en edición de José Luis López Bretones, Libros de Madrid. Prosa, de Juan Ramón Jiménez, al que que pertenecen estos fragmentos