Primera palabra

El año gris

26 diciembre, 2001 01:00

El año que ahora termina ha sido, literariamente, un año gris, en el que ha prevalecido la memoria sobre la ficción. Ha sido un tiempo sin apuestas arriesgadas en el mundo del arte, más volcado en la revisión histórica.

Si alguien esperaba que este primer año del siglo y del milenio vería también alborear una nueva era literaria, se habrá sentido decepcionado. Porque 2001 ha sido en nuestra literatura un año gris. Con la excepción de Soldados de Salamina, de Javier Cercas, pocas obras han abierto caminos que nos permitan albergar esperanzas en el futuro inmediato. Se ha impuesto la memoria sobre la ficción en la literatura más destacable, pero nuestros autores más solventes han permanecido en silencio o han dado a la estampa pequeños ejercicios de entretenimiento. Una publicidad desaforada ha tratado de hacer pasar por obras imprescindibles títulos cuyas huellas han sido ya borradas por las primeras nieves del año. Las traducciones no han logrado compensar la aridez del panorama nacional. Estamos en la antesala del año 2002 cuando se cumplirá -y habrá que recordarlo- un siglo de la aparición de varias obras fundamentales de nuestra historia literaria: Amor y Pedagogía, de Unamuno; La Voluntad, de Azorín; Camino de Perfección, de Baroja, y Sonata de otoño, de Valle-Inclán. Aquel "annus mirabilis" de 1902 fue decisivo. Un siglo más tarde, no hay signos de que algo así pueda repetirse. Muy al contrario: se multiplican las pruebas de que la literatura y la lectura se empobrecen, se trivializan y pierden espacio y peso específico en la vida humana.


En el mundo del arte, el año que termina ha sido también un tiempo sin apuestas arriesgadas. El siglo XX, el siglo de las vanguardias, ya es historia. Y parece hora de hacer balance. Las fundaciones y los museos de arte contemporáneo se han concentrado en las miradas retrospectivas, ya fuera para celebrar a los grandes nombres (como Picasso) capaces de atraer a multitudes, o para recuperar a los pequeños maestros olvidados. En medio de este panorama volcado en la revisión histórica, nuestros críticos han destacado algunas exposiciones de artistas jóvenes ya consagrados internacionalmente como la suiza Pipilotti Rist, el brasileño Ernesto Neto y la española Eulàlia Valldosera. Entre las exposiciones mejores del año, hemos escogido la retrospectiva de Nam June Paik en el Guggenheim. Esa elección tiene un significado especial, porque siendo Paik una figura histórica, ha sido un pionero singular, un precursor del video-arte o las grandes instalaciones multimedia. Paik ha explotado el poder fascinante, hipnótico, de la pantalla de televisión. Con sus jardines electrónicos, donde los monitores de TV conviven con peces vivos y plantas tropicales, ha proclamado la necesidad de reintegrar la técnica en la naturaleza. Paik ha sabido, en fin, alumbrar una lírica de la nueva tecnología y ha probado que es posible conciliar el rigor histórico y el gran espectáculo, una necesidad cada vez más urgente en los museos actuales.

Si bien este 2001 no ha sido tampoco en teatro un año fructífero en grandes representaciones, hay que reconocer que las que se ven en Madrid y Barcelona cumplen con unos mínimos de calidad impensables hace dos lustros. éste ha sido otro año más de musicales, de nombres imprescindibles (O’Neill, Tenesse Williams, Chejov, Molière, Shakespeare, Coward, Dario Fo), y de una progresiva penetración del teatro europeo al que están receptivos directores como José Luis Gómez o Helena Pimenta, directora esta última de la obra que más consenso ha tenido: Sigue la tormenta, de Enzo Cormann. También ha sido el año del gran Jardiel Poncela, en cuyo centenario se han representado en Madrid varias de sus obras. Con respecto a la dramaturgia española, nuestros autores siguen quejándose de la escasa receptividad que tienen, pero tal vez deberían empezar a preguntarse por qué.

La cinematografía mundial ha abierto el siglo con una desenfrenada carrera por adaptar los desarrollos tecnológicos a la gran pantalla, con blockbusters como El señor de los anillos, AI (Inteligencia Artificial) o Harry Potter, buscando siempre el público infantil y adolescente, que es el que llena las salas. El concepto opuesto, el cine artesanal que hunde sus raíces en el clasicismo, se ha fabricado sin com- plejos en Europa, de la mano de supervivientes de la Nouvelle Vague -Rohmer y Chabrol- y de veteranos cineastas cuya obra se aparta de la caducidad de las modas estéticas y argumentales, como el ejemplar Manoel de Oliveira o el renovado Nanni Moretti. No han escaseado las gratas sorpresas que a veces ofrecen cineastas alejados de la industria, inmunes a la fiebre del oro, y ahí están las creaciones de Wong Kar Wai (Deseando amar) y José Luis Guerin (En construcción), con su Premio Nacional, para demostrarlo. El cine español tiene dos nombres: Alejandro Amenábar y Santiago Segura, que con sus dos películas han dado lo mejor y peor de nuestro cine -el cine de primera calidad frente a la casposidad más vergonzosa- y han alcanzado niveles de recepción hace poco impensables.

En música el año se ha caracterizado por la pluralidad de oferta que existe en la península. Si hasta hace pocos años la oferta musical se reducía a cuatro ciudades, hoy muchos centros que se van abriendo paso y algunos de los espectáculos más destacados del año se han realizado en Santander (Aida), Barcelona (Ballo in maschera) o el concierto de Hogwood con la Orquesta de Granada. Cabría destacar también producciones líricas en Granada, Sevilla y Oviedo, así como el Parsifal con el que se despidiese el maestro García Navarro.

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