Primera palabra

Paraísos librescos

Por Luis Racionero

30 enero, 2002 01:00

Luis Racionero, por Gusi Bejer

Conozco pocos placeres comparables a empujar la puerta y penetrar en una librería grande y prestigiosa, disponiendo de varias horas para repasar sin prisas los anaqueles bien colmados. Si además la librería está en el barrio antiguo de Brujas o Lisboa, y tiene muebles vetustos llenos de ediciones del XVIII e incluso del XIX, el placer comienza a rozar el éxtasis.

En Gales hay todo un pueblo, Hye on Wye, dedicado a libros de lance y en Montolive, junto a Carcasona, la sucursal francesa, pero el emporio librero que más me entusiasmó era una gran mansión de campo cerca de Oxford -que había pertenecido a un Rothschild- repleta de libros que se vendían a módico precio: desde primeras ediciones de Freud en inglés por la Hoggart Press, hasta las fisonomías de Lavater, pasando por todos los temas imaginables.

Al principio, hace muchos años, cuando entraba en una librería, sufría una especie de mareo de museo a los cuarenta y cinco minutos de leer solapas; ahora puedo quedarme indefinidamente. ¿Por qué? No puedo atribuirlo más que a la práctica y por ello sólo puedo aconsejar horas de ejercicio en la profesión de cazador de libros. Otra habilidad que se aprende con el tiempo es calibrar una librería a los cinco minutos, tiempo suficiente para saber si vale la pena quedarse o hay que salir inmediatamente. Antaño, cuando me quedaba a pesar de los indicios negativos, sólo conseguía perder el tiempo.

Mis librerías preferidas son Heffers en Cambridge, frente a Trinity College, que tiene, o consigue rápidamente, cualquier libro académico; Blackwell’s, en Oxford; Dyllon, en Londres, que ha sustituido a un decrépito Foyles. Son librerías enormes, completas, con departamentos de segunda mano nada desdeñables. En París, para lo nuevo me voy a "La Hune" y a la otra, el café de Flore queda en medio de las dos librerías que tienen el especial talento de sin ser grandes -La Hune es más bien pequeña- ofrecer las mejores reediciones de clásicos modernos. Para los libros de segunda mano, mejor la rue Sant Andre des Arts que la rue Saint Honoré desde un punto de vista económico, pues la segunda tiene maravillas a precios prohibitivos.

Y si uno desea pasar una mañana de fin de semana al aire libre, en el parque Georges Brassens se ha restaurado el hangar abierto de un antiguo matadero, tejas planas en cubiertas triangulares sobre columnas de hierro forjado, y bajo él se despliegan una cincuentena de puestos de libros donde he conseguido desde un Séneca del XVII a la primera edición de obras completas de Baudelaire. Este rastro dominical tiene la ventaja de permitir el paseo a los fumadores. Las mejores piezas se encuentran ahora, a finales de enero, porque hace un frío que pela y sólo los fanáticos soportan la sensación de pies helados que se apodera de uno a los pocos minutos.

Todo lo contrario de la Plaza de Armas de La Habana, donde se compra con sudor. Las librerías en Cuba suelen deparar sorpresas y no sólo por el precio, sino por las rarezas que contienen. Primaveral es el clima de Berkeley, California, donde la librería Moe’s era el santuario de los beats en los años 50 y de los hippies en los 60. Moe era un genial izquierdoso que fumaba puros y maldecía el bloqueo yanqui a Cuba. Las librerías de universidad son excelentes en Estados Unidos y a veces se consiguen obras agotadas o difíciles porque un profesor tiene ese libro en la lista de lecturas obligadas en el curso. En Madrid, clima continental, mi librería preferida es La Casa del Libro, como antes lo fuera la desaparecida y añorada Missner. En Barcelona me decanto por Laie y La Central.

Entrar en una librería o en una biblioteca es tan distinto como ir de caza o ir al restaurante; es la diferencia entre perseguir la pieza, levantarla y obtenerla, o bien ir a consumir la perdiz que sabemos está seguro en la carta. Pero sin bibliotecas no habría librerías, porque los hábitos de lectura se adquieren de niño o estudiante en las bibliotecas públicas donde uno no se juega su dinero, como sucede luego con el peligroso vicio de comprar libros, que es como el castigo de Sisifo: cuando uno cree que ya tiene todos los libros que deseaba poseer, entra en una librería y vuelve a codiciar nuevos tesoros imprescindibles, libros de los que no se concibe la posibilidad de vivir sin ellos. Entonces llega ese momento catastrófico, desolador, humillante en que uno compra un libro que ya tiene porque la edición que acaba de encontrar le gusta más: papel, letra, tamaño. ése es el punto final en la degradación del vicio libresco. Llegado a ese punto, el lector debe apelar al juzgado de guardia como los ludópatas que se autodenuncian para que la policía les impida la entrada al casino, en este caso librería.