Primera palabra

La virtud política

por Eugenio Trías

3 octubre, 2002 02:00

Eugenio Trías

Daniel Barenboim, el gran director de orquesta que interpretó la música de Wagner en Israel, y Edward Said, el excelente crítico del uso y abuso de la noción de Oriente (y de orientalismo), constituyen un símbolo de doble rostro que debiera orientar a políticos e intelectuales

No siempre se conceden los premios a quien se los merece; ni poseen muchas veces la ejemplaridad que se espera de ellos. Pero en alguna ocasión se produce el evento afortunado, y el premio logra acertar con las personas adecuadas en el momento preciso. Tal fue el caso del premio Príncipe de Asturias obtenido por Daniel Barenboim y Edward Said, dos de las figuras más interesantes y representativas de lo mejor de la cultura judía y palestina, respectivamente. El gran director de orquesta que interpretó, con excelente criterio y sentido común, la música de Wagner en Israel, y el excelente crítico del uso y abuso de la noción de Oriente (y de orientalismo) -con su compleja identidad neoyorkina y palestina- constituyen un símbolo de doble rostro que debiera orientar a políticos e intelectuales.

¡Ojalá los que deciden el destino del estado de Israel y de Palestina se aproximaran a la sensibilidad, al espíritu y al modo de pensar de estas dos figuras tan emblemáticas y representativas de sus respectivos pueblos y culturas! Pero todos sabemos que la realidad presenta una macabra faz que se sitúa en las antípodas mismas de este legítimo deseo. Y es que nos hallamos en una circunstancia mundial en la que, por lo que parece, todo contribuye a que se salgan siempre con la suya los que prefieren las posiciones extremas y extremadas frente a quienes abogan por lo que Aristóteles llamaba el Justo Medio.

Y como lo semejante ama siempre lo semejante, disponemos de un escenario lamentable en el que el extremismo del mandatario israelí sólo desea tener frente a sí a los más extremistas terroristas palestinos, y el fanatismo de éstos encuentra su perfecta coartada en las acciones y desmanes de aquél. Y hasta se corre el riesgo, a poco que moderen sus impulsos radicalizados, de que sean, unos y otros, superados por opciones todavía más aterradoras.

Lo mismo comienza a suceder también, para desgracia de todos, a escala mundial. El gran imperio americano, plenamente consciente al fin de su infinita distancia respecto a otras potencias (en fuerza militar, en poderío económico, en cohesión social), se halla hoy por hoy regentado por el ala más extrema y extremada del espectro político, militar e ideológico: el sector más militarista, que es también el más proclive a satisfacer al gran lobbie petrolífero.

Parece que al fin ha sido posible sortear la sensata y sabía advertencia del general y ex presidente Eisenhower: al final el "complejo militar industrial" parece haber tomado el poder en Norteamérica. Y ya suenan trompetas y clarines (esperemos que no sean apocalípticas) que anuncian un nuevo capítulo de Hazañas Bélicas; esta vez sin necesidad de adoptar, por lo que parece, precauciones de legitimidad, o consensos entre países aliados.

Nunca como ahora adquieren actualidad y vigencia las reflexiones clásicas, especialmente las que vierte Aristóteles en su inmortal Política, relativas a la virtud política, o al régimen de gobierno capaz de encarar y encarnar lo que los antiguos llamaban areté, y que podría traducirse, más que por virtud, por excelencia.

A juzgar por esa concepción los regímenes pueden poseer diversas formas, monárquicas, aristocráticas o democráticas, según gobiernen preferentemente uno, algunos o la mayoría. Pero unos y otros pueden ser virtuosos (o excelentes), o desviarse de esa pauta. Y existe un criterio nítido que permite diferenciar la virtud gubernamental de su desviación o corrupción.

Esa pauta, por lo demás, es análoga a la que descubre Aristóteles en su reflexión ética. Tal pauta, que en ética a Nicómaco le sirve para determinar y dar forma virtuosa al carácter personal, merced a la vigilancia de la inteligencia práctica (o de la prudencia), lo constituye el Justo Medio, equidistante de excesos y de defectos, o de faltas y fallas debidas a indigencia o a prepotencia.

La buena política, como también la buena vida, se produce siempre que el Justo Medio pueda sobreponerse a esos dos modos extremados, o extremosos, de degradarse: por no acceder a él (por defecto), o por quererlo vanamente sobrepasar (por exceso). Se trata de evitar a toda costa el extremismo, y sus secuelas fanáticas.

Tengo la desagradable sensación de que se está comenzando a dibujar un mundo y una política en que esta opción del Justo Medio es, precisamente, la que más radicalmente es, una y otra vez, bloqueada y pisoteada.

Comienzan, de todos modos, a proliferar voces que expresan la ansiedad y angustia que provoca una política en la que se confunde la virtud con la temeridad, y en la que parece prevalecer y triunfar la obcecación (o la hybris) sobre la prudencia política; de modo que la inteligencia práctica, referida al Justo Medio, queda imposibilitada, con perjuicio general para todos.