Primera palabra

Un árbol maravilloso

por Nuria Espert

10 octubre, 2002 02:00

Nuria Espert

Mucho de mi conocimiento de por dónde van las cosas en mi profesión las he disfrutado acudiendo como espectadora a los Festivales de Otoño de Madrid: los primeros Bergman, mi primer Kabuki, Mahabharata, el ballet de Alvin Ailey, Paul Taylor, Steven Berkoff, Pina Bausch, mi primer Lepage, Strehler y tantas emociones que quedaron dentro de mí aunque haya olvidado la mayoría de los títulos

Cada año se desarrollan en muchísimas capitales europeas Festivales Artísticos que proporcionan a los profesionales del teatro en todas sus disciplinas, a los amantes de cada una de ellas y a las instituciones que tienen la responsabilidad de la cultura, ejemplos vivos de los distintos derroteros que los creadores eligen en este mundo que se quiere tan global, pero que escenifica a través del teatro, la música, la danza, la riqueza incalculable de su diversidad.

Lo que el ser humano entiende por cultura es un tronco inmenso, milenario y sanísimo, sus raíces se bifurcan en todas direcciones y sus ramas son infinitas. Cada una de ellas tiene millones de hojas, todas de un verde distinto pero que forman, en su conjunto el más hermoso árbol que ha existido jamás. Algunas de estas hojas, pocas, ¡ay! viajan por los continentes renovando a sus compañeras, ayudando a que tengamos una idea de conjunto del árbol común.

Los festivales, siempre insuficientes, siempre deficitarios, dan a la ciudad que los recibe una atmósfera de fiesta del espíritu y dan a su geografía un espacio infinitamente mayor que el que ocupan en los mapas. Aviñón, Belgrado, Moscú, París, Madrid, Salzburgo, Barcelona, Florencia, por citar sólo alguno de los europeos, muestran cada año lo nuevas, lo diferentes, a veces lo incomprensibles, a veces, lo equivocadas que han sido las elecciones de los creadores más actuales, qué callejones sin salida se han emprendido o qué nuevas puertas se abren para el arte contemporáneo.

Un año más, Madrid acoge el Festival de Otoño y es ya el decimonoveno. Mucho de mi conocimiento de por dónde van las cosas en mi profesión las he disfrutado acudiendo como espectadora a los Festivales de Otoño de Madrid: los primeros Bergman, mi primer Kabuki, Mahabharata, Alvin Ailey, Paul Taylor, Steven Berkoff, Pina Bausch, mi primer Lepage, Strehler, y tantas y tantas emociones que quedaron dentro de mí aunque haya olvidado la mayoría de lo títulos.

Peter Hall dice en sus memorias que el teatro inglés se enriqueció y se hizo más abierto después de las diez ediciones del Festival Mundial de Teatro de la Royal Shakespeare Company. La eterna acusación de que los espectadores tienen que ser forzosamente pocos y los costes forzosamente altos es tan obvia que ni me detendré en ella.

Me detendré en cambio en los beneficios que un Festival de las Artes provoca en la sociedad: espolea, alimenta, empuja, exculpa a sus más arriesgados y polémicos creadores, ayuda a los críticos, a los artistas, a los comentaristas de arte, a los que nos aman y estudian a abrir sus mentes y compuertas y a comprender que no hay un solo camino sino incontables y que no van forzosamente hacia delante sino arriba y abajo y con vueltas y revueltas y a salto y a pasitos y a zancadas y....

Cuando escribo estas líneas no conozco el programa del Festival de Otoño del 2002. Sólo sé que actuaré en él, tratando de reproducir uno cualquiera de los más de trescientos recitales que dimos con Alberti. Daré esas dos actuaciones un mes antes de que se cumplan los cien años de su glorioso nacimiento, un mes justo antes de ese aniversario que tiene que ser gozoso y lleno de alegría y poemas, como Rafael hubiera querido y que deseo se prolongue a lo largo de todo el 2003, un periodo muy corto para festejar la alegría inmensa de que durante casi 100 años tuvimos entre nosotros no sólo a uno de los mejores poetas del mundo del siglo XX sino al más precioso ser humano que imaginarse pueda.