Primera palabra

Acerca de las distancias

por Arthur Miller

30 enero, 2003 01:00

Arthur Miller

Escribir teatro conlleva algo de agresividad; si existe una forma literaria amigable y familiar, es la del relato. Creo conocer mejor a Chéjov por sus cuentos que por sus obras teatrales, y a Shakespeare por sus sonetos

Cabe esperar de un dramaturgo la afirmación de que le gusta escribir relatos porque está libre de actores, de directores y de la fastidiosa maquinaria teatral, pero lo cierto es que los actores y los directores me gustan bastante. Sin embargo, he reparado en que, de vez en cuando, siento el impulso de no acelerar y condensar los acontecimientos y el desarrollo de los personajes, que es lo que uno hace en una obra teatral, sino de mantenerlos inmovilizados y ver las cosas aisladas en su quietud, que es donde radica la gran fuerza de un buen relato breve. El objeto, el lugar, el tiempo, el aspecto de una persona al cambiar de postura...pueden tener una importancia secundaria en el escenario, donde la acción hace que la realidad sea evidente; pero en la vida, como en el relato, el lugar mismo y las cosas vistas, el estado de ánimo momentáneo, el vuelo errante de la percepción que no conduce a ninguna parte, todo ello puede manifestarse y tener valor.

El dramaturgo es un actor manqué; los filósofos tímidos hasta el tuétano y retraídos no escriben obras teatrales, o por lo menos obras representables. Probablemente sea éste el motivo de que los dramaturgos se dediquen con tanta frecuencia a la narrativa y se aparten de la indecorosa mascarada cuando llegan a la edad mediana. El mundo entero es un escenario, pero llega un momento en que uno prefiere ser real y estar en casa. Por lo que a mí respecta, en el transcurso de los años he llegado a ese punto una o dos veces por semana y es entonces cuando he descubierto que escribir relatos cortos es una actividad especialmente apropiada. En una palabra, cuando uno se sienta a escribir un cuento utiliza otro tipo de máscara. Pillará desprevenido al adversario (el público y la crítica) en la sala de espera del dentista, en un tren o en un avión, o en el baño. No tendrán tantos motivos para ofenderse. Escribir teatro conlleva algo de agresividad; si existe una forma literaria amigable y familiar, es la del relato. Creo conocer mejor a Chéjov por sus cuentos que por sus obras teatrales, y a Shakespeare por sus sonetos, que, por lo menos de una manera análoga, son sus relatos. Ciertamente se puede palpar más a Hemingway en sus relatos que en sus novelas; no disimula tanto, es menos profesional en el sentido gélido del término. Sin duda, en "Los cosacos" o en "La muerte de Iván Ilich" hay menos acontecimientos sobrecogedores que en Guerra y Paz, pero también son menos las cosas a las que uno no puede dar crédito. Tal vez radique en esto su atractivo: en el relato uno estira un poco menos la verdad, aunque sólo sea porque los arcos conectores de la interpretación son más cortos, están menos alejados de lo concreto. Uno puede atrapar con mayor rapidez lo maravilloso por sorpresa, y ésa es la razón por la que escribe... o por la que lee.

Nada de esto pretende denigrar el drama o el teatro, sino tan sólo señalar algunas de las diferencias. Siempre me ha parecido curioso que el diálogo sea mucho más difícil de escribir en un relato que en un texto dramático, y de vez en cuando he ideado diversas explicaciones para esta peculiaridad. En cierto momento consideré que, tal vez, el saber que ningún actor va a pronunciar estas palabras hace que sea absurdo escribirlas. Pero ahora creo que hay un conflicto de máscaras, un choque de tonalidades. La frase hablada es "discurso", es algo dicho a una multitud y, en consecuencia, ha de tener un énfasis peculiar y ser preciso, e implícitamente debe exigir una réplica; cada línea del diálogo teatral es la mitad de un conflicto dialéctico. Pero esta clase de presión ejercida sobre el diálogo en un relato distorsiona todo cuanto lo envuelve.

Es como si un amigo te contara un incidente y, de repente, se levantara y, mirando a su alrededor en la estancia, prosiguiera el relato imitando las voces de los participantes en el mismo. La súbita inyección de formalidad, de esta clase de formalidad, es la amenazadora inminencia del actor. Tal vez sea ésta la causa de que resulte imposible extraer escenas dialogadas de las novelas y traspasarlas a la escena. A mí esto me resulta curioso e irónico porque, cuando iba al colegio y empezaba a leer, el interés que despertaba en mí un libro era proporcional a la cantidad de diálogo que revelaba un rápido hojeo.

Todas las formas literarias que hemos heredado, relato, novela y obra teatral entre ellas, constituyen grados de distancia que los escritores necesitan establecer entre sí mismos y el peligroso público al que deben engatusar, amenazar y, de una manera y otra, domesticar. El dramaturgo está casi físicamente en el escenario, enfrentado al monstruo. El narrador, por escasa que sea su protección, se siente más seguro en este sentido: no puede oír los aplausos, no ve a la masa de desconocidos sentados en el patio de butacas, fascinados, olvidados de sí mismos por aquello que ha imaginado. Cuando un novelista escribe una obra teatral, o un dramaturgo un relato, lo que hace es acortar o reducir la distancia que lo separa del terrible calor en el centro del escenario. No se trata de un problema de sinceridad, pues ¿quién puede saber cuán sincero es?