Primera palabra

Mi oficio de novelar

por Javier Tomeo

1 mayo, 2003 02:00

Javier Tomeo

Cuando reflexiono sobre mi forma de novelar me anima siempre la esperanza de que tal vez acabe desvelando secretos que han permanecido desde siempre ocultos en lo más profundo de mi conciencia. Al fin y al cabo, investigar a propósito de nuestra forma de escribir significa tanto como adentrarse en la oscura caverna de nuestro yo, de la que desconocemos las dimensiones exactas.

¿Cuál es mi método de trabajo? ¿Qué hago cuando, pluma en ristre, me siento frente a un montón de folios en blanco? ¿A qué leyes someto mi imaginación? Diré, ante todo, que cuando empiezo a escribir no sé muy bien lo que va a pasar. Tengo una idea de los paisajes por los que pienso introducirme, pero desconozco los senderos que voy a recorrer, o mejor, que van a recorrer mis entes de ficción. No escribo con un argumento y unos personajes planificados de antemano. Por el contrario, lo hago a base de impulsos que tienen bastante que ver con aquellos automatismos psíquicos que distinguieron a los surrealistas de antaño. Son los personajes quienes van haciéndose a sí mismos y configurando su propio entorno. Reconozco pues que el comportamiento de mis "criaturas" puede resultar poco ortodoxo y que algunas tienen incluso "reacciones en cortocircuito" que las inscriben por derecho propio en el censo de los psicópatas, si entendemos la psicopatía no como consecuencia de una tara anatómica, de una lesión cerebral, sino simplemente manifestaciones de una personalidad anormal, diferente.

El resultado final es fácil de imaginar: cuando pongo punto final a mis novelas me encuentro con una historia que van más allá de lo que pretendía. Y ello es así porque nunca me he limitado a ser notario de una realidad determinada para transcribirla luego fielmente a un montón de folios. No me detengo en la frontera de los hechos, como hicieron otros colegas en tiempos del realismo. Prefiero la hipérbole, la deformación, porque considero que de ese modo podré ofrecer a mis lectores claves de interpretación que me parecen más válidas y fiables que las habituales. Todo ello sin renunciar a una cierta dosis de ironía con la que pretendo conducir a los lectores al país de la reflexión. El humor, pues, utilizado a modo de trampa para desconcertar a los culpables de nuestras zozobras.

Mis pecados literarios, de cualquier forma, no son nuevos. Hace bastantes años, cuando en el quehacer literario de este país prevalecía el realismo social, yo me movía ya por los cerros de úbeda de una literatura que aspiraba a ser algo más que una radiografía social (y que en los ejemplos menos felices no pasaba de ser una insulsa radiografía al vacío) y pretendía encontrar en el entrañable territorio del hombre (más que en el contexto de una realidad sociopolítica determinada) sus fuentes de inspiración más válidas.

No me importó que los más conspicuos editores de la época, convencidos de que la novela debía ser un instrumento de acoso y derribo de la dictadura, juzgasen mis primeros relatos como extravagancias de un escritor que había desertado del compromiso general de oposición al régimen, pero que, como castigo a su atrevimiento, se veía condenado a viajar sin alforjas por los eriales del "Vuelva usted mañana". Vale la pena recordar a este respecto que mi primera novela, El cazador, se publicó en 1967, es decir, dos años antes de 1969, que es cuando los estudiosos sitúan el punto de inflexión del realismo en la literatura española.

Hoy, al cabo de los años, continúo por mis caminos de siempre. Si permanezco fiel a mis principios literarios es porque estoy convencido de que no he agotado todas las posibilidades de comunicación que esos principios me ofrecen. La novela que a mí, como autor, me excita y me seduce, no es ese espejo fiel que refleja la realidad tal como es, sino aquella otra que dice más de lo que se propuso el autor cuando empezó a escribirla, más incluso de lo que sabe el autor. Lo que me seduce son esas novelas que muy bien podrían llamarse preterintencionales. La novela debe ir más allá de nuestra intención, y para conseguirlo el autor debe ir dando respuesta a esas voces misteriosas que se van alzando en los estratos más profundos de su conciencia y cuyo exacto significado ni siquiera él mismo acaba de comprender.

Creo que si el autor consigue dar una respuesta válida a todas y cada una de esas oscuras provocaciones, muchas veces arquetípicas, podrá culminar una novela que luego podrá ser interpretada de acuerdo con un código internacional de valores. Y creo, también, que con esas novelas hasta cierto punto intuidas o soñadas, el autor no corre el riesgo de ofrecer a sus lectores un mundo plano y sin misterios, y por lo tanto, escasamente significativo, que es el principal peligro que se cierne sobre otras técnicas narrativas más ortodoxas. Lo que el autor debe intentar en sus novelas es abrir un ventana a paisajes literarios que luego deberán ser interpretados de acuerdo con la sensibilidad y las vivencias de cada lector. Hoy, por suerte, puede escribirse ya de ese modo, sin correr el riesgo de que nuestros originales sean considerados por la "inteligencia" del país, no sólo como despropósitos literarios, sino incluso como muestras de nuestra culpable irresponsabilidad social.