Primera palabra

La pinza inquisitorial

por Eugenio Trías

5 junio, 2003 02:00

Eugenio Trías

Los políticos nos tienen acostumbrados a que en sus percepciones del mundo los lindes entre la ficción y la realidad se difuminen, de manera que ésta queda suplantada por aquélla; tienden a atribuir, en feliz inconsciencia, a lo más obscenamente ficticio carácter de realidad

Un escritor inglés recientemente lo recordaba: vivimos tiempos oscuros, dark times. No puede decirse siempre que cualquier tiempo pasado fue mejor. No fue mejor la vida de nuestros padres entre dos guerras mundiales, con una terrible y trágica guerra civil por medio. Pero para quienes bordeamos los sesenta, y vivimos la gran reconstrucción de la postguerra, mundial y española, y los fastos alegres de las décadas sesenta y setenta, incluidas todas las transiciones, los tiempos actuales son sombríos. Ni siquiera cabría hablar de tiempos nublados: son tiempos oscuros. Oscuros y, en muchos aspectos, oscurantistas. Tanto en el ámbito político como en el moral y cultural.

Los políticos nos tienen acostumbrados a que en sus percepciones del mundo los lindes entre la ficción y la realidad se difuminen, de manera que ésta queda suplantada por aquélla; tienden a atribuir, en feliz inconsciencia, a lo más obscenamente ficticio carácter de realidad. Viven en su mayoría en una perpetua falacia ontológica que deja en pequeño lugar las confusiones denunciadas por décadas de filósofos anglosajones entre el "es" y el "debe".

Quizás por eso la mayoría de los políticos, sea cual sea el espectro de sus preferencias, en corrimiento hacia el rojo o violeta, o hacia los colores fríos de la paleta cromática, no saben respetar los límites y las fronteras entre lo real y lo posible, o entre lo sucedido y lo que podría suceder. No es sólo que no lean, o que no sean atentos al mundo de las fabricaciones (que eso significan las ficciones). Desde luego nada leen en su mayoría, o sólo entresacan frases sueltas, generalmente citadas por periodistas que, a su vez, las han leído de otros periodistas, en un maravilloso y mágico concurso de intertextualidad desmadrada.

Son platónicos sin saberlo (y con esto estoy engrandeciendo sus actitudes). Pues Platón, en el más lamentable error de su espléndida y maravillosa pieza filosófica que es La República (nadie es perfecto), se creyó que el solo hecho de mostrar en poemas dramáticos o épicos determinados comportamientos monstruosos inducía o podía inducir al receptor a su imitación incondicional. De manera que si aparecía en una tragedia una mujer (Medea) vengándose de su marido infiel mediante el asesinato de todos y cada uno de sus hijos, deleitándose y regodeándose en el crimen de cada uno de ellos, se inducía al espectador a repetir de manera mecánica esa acción.

Platón era un gran filósofo y fue un pésimo político, inaugurando así una prosapia desgraciadamente abundante en mi gremio (otro caso lamentable de lo mismo fue Heidegger). En ese pasaje Platón, sin embargo, se dejó llevar por sus inclinaciones políticas en lugar de efectuar una reflexión filosófica sobre los límites que distinguen la realidad de la ficción. Cupo a su discípulo Aristóteles ese ejercicio. Y desde entonces conviene recordar siempre la Poética de este autor, en la que se explica del mejor modo que la mostración de un comportamiento monstruoso (matar una madre a sus propios hijos, proponerse violar a todas las mujeres reales o potenciales, dar rienda suelta a las más descabe- lladas fantasías sádicas o masoquistas) puede producir, en caso de que la obra sea artística, una suerte de actitud de consternación y pavor en el receptor que produce en el receptor catarsis (palabra que puede entenderse como purificación o purga, según prefiera la tradición filológica del caso).

Toda obra ficcional puede alcanzar estatuto artístico. Y si no lo logra puede ser por muy distintas razones: cierta voluntad por emular los reality shows, o por lograr un succes d’escandal, o por provocar perversamente las más torpes reacciones y conseguir, así, un éxito clamoroso. La mayor estupidez (política, moral, epistemológica) consiste en remedar al Osservatore Romano, que durante mucho tiempo fue el mayor criadero de posibles best-sellers apuntalados por la zafia e inepta anatema que sobre ciertas obras reprobadas recayó desde ese organismo inquisitorial del Vaticano.

Sólo que en estos tiempos oscuros, en que la política sólo nos habla de Seguridad, en que la ley se tritura en nombre de la más cruda Realpolitik, donde el tiranosaurio (o el amigo americano) siempre se impone, parece producirse una pinza siniestra entre la carcundia moral más acusada de ciertas sensibilidades populares con lo más deleznable de la "corrección política" encabezada por partidos que sólo son de izquierdas porque así lo proclaman; o con algún colectivo feminista desnortado que confunde las primeras impresiones con los verdaderos horrores del peor patriarcalismo (el que se horroriza de la propia sexualidad y de la ajena).

Esa pinza inquisitorial hace causa común para quemar libros, arrojar ficciones a la hoguera, independientemente de que esas obras sean basura o sean obras de arte, o sean de pésima o de excelsa calidad. Esto nunca se sabrá a través del fuego de la hoguera inquisitorial; sólo puede saberse, como recordaba recientemente Manuel Hidalgo, a través del juego complejo de la crítica y de la contra-crítica.