Primera palabra

El lugar del milagro

por Juan Bonilla

24 julio, 2003 02:00

Juan Bonilla

"Los grandes libros son los que no sólo permiten que los leamos sino también nos leen ellos a nosotros. Ser leído por un libro es una de las experiencias más fascinantes que nos es dado alcanzar. ¿Por qué tanta gente renuncia a ella? No lo sé, no consigo saberlo"

Está sentada junto a la ventanilla, iluminado el rostro por una ráfaga de sol, la atención perdida en un libro cuyo título no soy capaz de alcanzar. Es la única del vagón que se defiende de las inclemencias del viaje con un libro. He pasado por otros vagones y no he encontrado sino a un anciano que consume prensa deportiva y a dos alemanas secuestradas por sendos novelones que a juzgar por sus portadas contienen más adulterios que toda la literatura rusa del XIX. Observo a la muchacha y siento la misma extrañeza que he sentido tantas veces: me extraña que no sea envidiada, porque esa muchacha es ahora mismo el lugar donde acontece un milagro antiguo. Puedo imaginar la cabalgata de imágenes que va componiendo en la pantalla de su cerebro mientras su mirada sigue el sendero de la lectura. Ahora mismo, en su interior, pueden sucederse grandes prodigios o pequeñas miserias. Es posible que en el interior de esa viajera Humbert Humbert vuelva a perfumarse pacientemente para bajar al piso de abajo donde lo está esperando, una vez más y van millones desde que la novela de Nabokov se publicara, lo está esperando Lolita con la misma, maravillosa, enigmática inocencia malvada de siempre. Una leve sonrisa en el rostro de la muchacha celebra alguna de las deslumbrantes metáforas con la que Nabokov nos golpea. Pero puede que no, puede que no sea Lolita el libro que lee, puede que esa sonrisa la haya extendido en el momento en que el hombre que fue jueves descubre en la novela de Chesterton que está participando en una inmensa conspiración cuyo sentido último se le escapa.

Tampoco hay que descartar que la sonrisa la suscite la prosa barata de algún humorista televisivo que se ha avenido a publicar un volumen chistoso para tener algo que firmar en una feria del Libro. Da igual: en cualquier caso la sonrisa es hermosa por sí misma. Y prefiero imaginar que tiene un origen prestigioso. Porque esa muchacha se ha convertido, ya digo, en el lugar de un milagro. Un milagro al que todos los demás viajeros -quejosos de las inclemencias del viaje, del aburrimiento, del no saber qué hacer antes de que les pongan una película que los amuerme- renuncian.

Esta es para mí la razón esencial por la que defender la lectura. Descreo de las buenas intenciones que aseguran que leer nos hace mejores. Siempre se pueden encontrar ejemplos definitivos para convertir en hilos de humo cualquier generalización bienintencionada. Goebbels leía un libro al día, y no parece que eso le sirviera sino para encontrar dolorosos argumentos con que justificarse.

Leer, en esencia, nos convierte en el lugar donde ocurren las cosas. Todas las historias duermen en nuestro interior como las figuras de Miguel Angel dormían en bloques de mármol que él se dedicaba a tallar para sacarlas. Leer sirve para que acontezcan gracias a un milagroso comercio íntimo entre dos elementos únicos: el libro y su lector. La relación entre uno y otro sólo es traducible por aproximación y nunca de que pueda parecerse al comercio íntimo que se habrá establecido entre ese mismo libro y otro lector cualquiera. ¿No es eso lo suficientemente fantástico? Por eso los grandes libros son los que no sólo permiten que los leamos, sino también nos leen ellos a nosotros. Ser leído por un libro es una de las experiencias más fascinantes que nos es dado alcanzar. ¿Por qué hay tanta gente que renuncia a ella? No lo sé, no consigo saberlo.

Ahora llega el verano y empieza a ver uno aquí y allá recomendaciones para ocupar las horas muertas con lecturas, que se unen a las campañas de promoción bienintencionadas pero un poco falsarias -como aquella protagonizada por un simio cuyo eslogan aseguraba que leer era lo que nos diferenciaba de los simios, como si no nos diferenciara de ellos también la silla eléctrica, los mundiales de natación y hacer anuncios protagonizados por simios. Yo creo que la mejor campaña la conseguiría quien fuera capaz de enseñar a un lector, como esa viajera que ha vuelto a sonreír, quizá porque Humbert Humber ha hecho una de las suyas, como un lugar milagroso en cuyo interior trescientos soldados se disponen a morir en las Termópilas, Emma Bovary sueña con una vida menos aplastada por las convenciones, un loco llamado Zaratustra que se ha acogido a las sombras de una montaña dice que no debemos creer en ningún Dios que no sepa bailar, un hombre lee libros de caballerías y entiende que debe abandonarlos para acudir a los caminos a desfacer entuertos y tantas otras historias que están ahí, en nuestro interior, esperando ser talladas mediante la lectura.

Somos el lugar de un milagro antiguo. Que haya tanta gente dispuesta a renunciar a ese milagro en este tren lleno de gente que se aburre, deprime sí, pero no lo suficiente como para apagar la certeza de que ese milagro se está produciendo en este mismo instante en el interior de esa muchacha que, otra vez (¿qué estará haciendo Humbert Humbert ahora en su interior?) vuelve a sonreír.