Primera palabra

Por la ruta de Julio Verne

por José Manuel Sánchez Ron

31 julio, 2003 02:00

José Manuel Sánchez Ron

Sabemos demasiado bien que la ciencia no termina en el laboratorio, en el aula, en la revista especializada o en el libro de texto: se enquista en la vida, y ahí se materializa en cuestiones de muy diverso orden. Cuestiones morales, económicas o políticas

La ciencia es conocimiento adquirido, pero también conocimiento por adquirir. Es, en efecto, difícil imaginar que pudiésemos hablar de ciencia en el sentido en que lo hacemos hoy si hubiésemos sido capaces de dar respuesta a todas las preguntas que podemos imaginar; esto es, si la ciencia fuese un cuerpo cerrado de conocimientos. Afortunadamente no lo es. Más aún, está lejos de serlo, por mucho que, deslumbrados por el inmenso depósito de resultados científicos, pueda parecernos que es más lo conseguido que lo que resta por lograr.

Una mirada superficial a los nuevos mundos científicos que se están abriendo durante los últimos años muestra con claridad lo mucho que todavía queda por conocer. De la mano de la biología molecular, las ciencias de la vida nos enfrentan a realidades y posibilidades que ningún Julio Verne fue capaz de imaginar, ¿o es que se le ocurrió a alguien que, por citar un ejemplo, pudiesen existir células - “madre” las llamamos- con la capacidad de convertirse en componentes de órganos completamente diferentes? ¿Y que decir de nuestras capacidades de producir nueva vida, vida transgénica, de luchar contra las enfermedades genéticas o de intervenir en la evolución, incluyendo la de nuestra especie?

Estamos, además, iniciando una ruta, la de la exploración de los planetas y satélites del sistema solar, que es más que probable que finalmente ilumine en aspectos insospechados nuestras ideas acerca de qué es la vida y en qué condiciones puede desarrollarse. Asimismo, la física, la reina del siglo XX, está lejos de agotarse. Es cierto que no se han producido últimamente revoluciones tan espectaculares como las relativista y cuántica, pero no son necesarias nuevas revoluciones para ampliar radicalmente nuestra visión del mundo. Pensemos, si no, en la nanociencia, que nos permite ver y manipular átomos individuales, con consecuencias prácticas que sólo podemos entrever; en fenómenos cuánticos como el “entrelazamiento”, que nos muestra un universo más relacionado globalmente de lo que imaginábamos; o en la computación cuántica que tal vez no tarde en llegar. Y no debemos olvidarnos de que estamos en el umbral de la exploración de los sistemas no lineales -como los caóticos- que son los más adecuados para comprender la realidad. Hay tanta novedad, en definitiva, en la ciencia que sería demasiado arriesgado creer que el futuro será poco más o menos como lo fue ese pasado tan próximo que es el siglo XX.

La ciencia cambia, evoluciona, y al hacerlo sugiere, estimula o incomoda, según el caso. Constituye, de eso no hay duda, una fuente permanente de inestabilidad, que obliga a replantearse todo tipo de cuestiones. Y como tal el mundo de lo que tradicionalmente se denomina humanidades se ve afectado. Yo diría que las humanidades, disciplinas o universos intelectuales como la filosofía, la sociología, la antropología o la historia, necesitan de esas novedades para remozar sus contenidos, para instalarse más firme y adecuadamente en el mundo actual. El ejemplo de la filosofía es particularmente transparente: una parte importante de la historia de la filosofía del siglo XX no se puede entender sin tener en cuenta lo que sucedió en la ciencia de aquella centuria. Algo no muy diferente se podría decir de algunas áreas de la sociología.

En cuanto a la historia, ¿cómo es posible entender los siglos del XVIII al XX sin tomar en cuenta la ciencia y la tecnología? Aunque muchos parezcan no haberse dado cuenta, la historia es mucho más que la política del pasado. La relación entre ciencia y humanidades se ve favorecida por el hecho de que a pesar de que el avance científico se concreta en descubrimientos especializados y con frecuencia de difícil acceso a los legos, todavía están vigentes las grandes preguntas de la humanidad; preguntas del tipo de: ¿Cómo comenzó “todo”, esto es, el Universo? ¿Tendrá un final? ¿Qué es la vida y cómo surgió? ¿Estamos solos en el Universo? ¿Qué son el tiempo y el espacio? ¿Cuántas dimensiones tiene el Universo: cuatro o algún otro número entero... o semientero, posibilidad que ponen de manifiesto los fractales? ¿Qué es pensar? ¿Cómo explicar el que tengamos consciencia de nosotros mismos? ¿Existe el libre albedrío?

Todas estas preguntas forman parte del cuerpo de cuestiones que la investigación científica todavía tiene que intentar resolver. También, obviamente, pertenecen al bagaje de todos aquellos que laboran en el ámbito de las humanidades. Constituyen un punto de encuentro, al que filósofos, sociólogos, antropólogos, economistas, historiadores y muchos otros profesionales de las “humanidades” pueden contribuir. Y es que sabemos demasiado bien que la ciencia no termina en el laboratorio, en el aula, en la revista especializada o en el libro de texto: se enquista en la vida, y ahí se materializa en cuestiones de muy diverso orden. Cuestiones morales, económicas o políticas; cuestiones sociales e históricas, en definitiva. Sin olvidar que la ciencia suministra básicamente respuestas acerca del “cómo”, pero que los humanos también nos preguntamos sobre el “porqué”, aunque acaso esta cuestión jamás encuentre respuesta.