Primera palabra

Rulfo en el valle de la muerte y de la vida

por Abel Posse

2 octubre, 2003 02:00

Abel Posse

Juan Rulfo parecía, en el atardecer veneciano, un monje de una sabiduría terrible, de una religión perdida y que, ya transmitido su mensaje, seguiría deambulando entre la gente hasta retornar a Comala, a sus muertos que a veces se creían en vida

Un jinete melancólico que cabalga hacia Comala como huyendo o como buscando, abre el relato insólito para el que el mismo Juan Rulfo parece haber nacido, con exclusividad. El jinete viaja hacia Comala y hace camino con alguien de muy pocas palabras, que encuentra en una bifurcación. Imaginemos una tierra reseca, en el México desértico y una aldea improbable detrás de unos montes.

El que va hacia Comala cruza los páramos de Pedro Páramo. Un paisaje inclemente, ardido en el sol del verano, borrado por los vientos en el invierno. El viajero se cree vivo y no conoce los límites ambiguos que lo separan del mundo sosegado de los muertos. Allí en Comala hay quienes no pueden salir definitivamente de la vida. Los que entran en la aldea no sienten que podrían estar entre muertos y ya muertos ellos mismos. Comala, la aldea perdida, triste, llena de feroces pasiones y de crímenes, es todo el mundo. Es maya, el lugar de "la gran ilusión de ser y de no ser" del hinduismo.

Amores envejecidos, cuerpos que sudan en los camastros, venganzas atroces levantadas desde el odio. Odios que naufragan en olvido. El tiempo es un viento implacable que lleva toda vida hacia ninguna parte. El amor y la pasión engendran seres que son para la muerte como escribiría Heidegger. A la vez que los muertos pretenden seguir siendo para la vida y repiten sus odios y sus amores sobre las sombras de los vivos. Juan Rulfo era un hombre esmirriado, delgado, parco de palabras. Pedro Páramo -y El llano en llamas, del que ahora se cumplen cincuenta años- agotó todas las palabras a las que estuvo destinado. La gente, los críticos amigos, le pedían otros libros, más voces, sin comprender que había sido un médium y no un autor. Un médium que iba a congresos literarios. Rulfo tenía un perfil de empleado público provincial. En los reportajes se le preguntaban cosas que él no podía aclarar. En realidad se había asomado a la existencia como un imprudente que espía por el ojo de una cerradura. Y había anotado no una novela sino una visión. Lo recuerdo en uno de esos congresos como alguien que no sabe explicar lo que hizo y que sobrevive con serenidad el momento de su visión, de su búsqueda de Pedro Páramo, de su ingreso en el universo crepuscular de Comala, que es todo el universo.

Después de un congreso, creo que en Barcelona o en Canarias, viajó a Venecia, donde yo vivía por entonces. Nos encontramos en un atardecer tibio en la plaza San Marcos, en esas mesas que miran hacia la basílica y donde resuena una orquesta de músicas amables. Juan Rulfo tomaba una gaseosa. Había huido, o lo habían arrancado, de años de alcohol. Parecía un hombre aburrido, vacío de visiones surgidas de una pesadilla curada y deshabilitado de ese Pedro Páramo, la crónica existencial que le fue dado escribir. La novela de la búsqueda y venganza de ese padre terrible, que podía ser una metáfora del dios oculto, el implacable Creador.

Al día siguiente lo vi por la calle de la Frezzería, caminando entre una corriente humana. Predominantemente de turistas. Iba por la calle de Venecia como flotando en una corriente. Así habría pasado por Comala. (¿Estarán ya muertos aquellos turistas y esos enojados venecianos que lo esquivaban? ¿Estaban vivos entonces?). Rulfo iba entre ellos, sin despertar sospechas, como hubiese hecho de haber ingresado en una Comala real y caminase con Eduviges hacia la plaza desolada donde vagaban esos perros flacos, lánguidos, desesperanzados, del México profundo. Ese hombre callado que terminaba su Coca-cola en el Florian de Venecia, parecía querer volverse a su aldea lo antes posible, con el título temporario de muerto o de vivo. Me decía que su mejor placer, cuando salía de México, era desembarcar en una ciudad y caminar por ella entre la gente, los negocios, las cosas. Barcelona y Buenos Aires le parecían ideales para esas caminatas por la vida, o por la vida aparente. Pensé que Juan Rulfo había trascendido la dimensión de lo literario, como Arthur Rimbaud o Nietzsche.

Con las pocas páginas de Pedro Páramo le confería a toda la literatura iberoamericana (más bien una literatura de superficie y festividad) la gravedad de lo trágico. Rulfo aportaba una visión búdica, oriental. Disolvía los límites entre la muerte y la vida. Esto no era producto de la razón, sino revelación de las deidades ctónicas, revelación de la profundidad de su México. él, el hombre que tomaba su Coca-cola y que no encontraba, como avergonzado, palabras para explicarse racionalmente, había sido el elegido. Me parecía, en el atardecer veneciano, un monje de una sabiduría terrible, de una religión perdida y que, ya transmitido su mensaje, seguiría deambulando entre la gente hasta retornar a Comala, a sus muertos que a veces se creían en vida.